La morocha
Texto escrito por María Elena Monsalve
Aún no sonaba el despertador y ya estaba desayunando. Lo del insomnio lo tenía con los nervios de punta, ni siquiera había fiesta en que aprovecharlo. Salió sin ordenar el comedor.
Afuera el calor se hacía sentir ya desde muy temprano y seguramente el día sería como estar en medio de un incendio. Caminó sin detenerse las siete cuadras que lo separaban del boliche. Todas las mañanas realizaba distintos recorridos, divagaba chuteando piedras, esperando descubrir o encontrar algo que lo sorprendiera.
En la esquina, antes de doblar, se metía las manos al bolsillo y empezaba a darle vueltas a las llaves, hasta encontrar la correcta por el tacto. Desenganchó los candados y abrió la cortina metálica, descubriendo las pueras de vaivén. Adentro la luz volvía a entrar débilmente. Puso la tetera en el fuego de la cocina y se sentó a esperar a la clientela que se dejaría caer en cualquier momento, por lo que esta actitud providente le ahorraría más de alguna molestia.
El primero en entrar fue el ciego Queno, golpeando con el bastón hasta llegar a su mesa de costumbre.
-Sírvame un cafecito con dos tostadas, Samuelito -ordenó mientras se sacaba la chaqueta.
-Enseguida, Queno.
El Queno vivía solo y prefería desayunar, gastando los pocos pesos que tenía, en el boliche de Samuel. Más de alguien se sentaba a compartir un café o lo que fuera, con tal de pasar las horas en compañía.
La mañana avanzaba lenta, muchas bebidas, pocos sándwich y varios permisos para ir al baño sin hacer consumo. Ya eran las doce y cualquier momento entraría la morocha, contornéandose, mostrándole el escote con evidente erotismo, pestañéandole tupido y con humeante pan amasado, hecho con sus propias manos. Hasta cuándo se aguantaba, era un bruto por dejar pasar a esa mujer así, sin más ni más, se estaba portando como dice la canción "era una piedra en el agua, seca por dentro", hoy le diría más que un piropo a la morocha y su rico pancito.
Buscando inspiraciòn miró el afiche de Lawrence de Arabia, que tenía a un costado de mampara, mientras daba un largo suspiro.
Las doce y quince y no pasaba nada con la morocha, estaría entretenida conversando por ahí.
-Samuel, fíame una cañita hasta mañana -le interrumpió el Juancho encorvado y mirándose los zapatos sucios.
-¿Sabís leer?
-Tú sabís que sí poh Samuel.
-Entonces -apuntaba con el dedo al letrero que decía "Se fía a mayores de 99 años, siempre que vengan con su papá o su abuelito".
-Ya poh, no seai así, mira que es para que se me quite lo tembleque no mah.
Yo no sé como seguís vivo con ese hígado.
-No me digai eso, dame la cañita -suplica con cara de pena.
-Media caña no máh y cuidado con ir a amargarle el pepino al Queno con tus problemas, cuéntale algo nuevo.
-Oye y no ha llegado la morocha todavía -se burló con la media caña de tinto en la mano temblona.
-Ya, ya, ya, ándate lueguito.
-Si ya son las doce treinta -seguía burlesco.
-Chao no, O.K.
Una de la tarde: dos borrachos, una pareja furtiva que no acababa nunca de despedirse, tres cubetas de hielo y cinco moscas. De la morocha todavía nada. Un temor lo invadió de pronto: no sería que por fin se había aburrido de tanto insistir con minifalda, escotes, transparencias y pan recién horneado, sin que él se atreviera a más que un piropo, por lealtad a un fantasma, idealizado en el tiempo, sí, porque eso era la Carlota desde que había partido dejándolo solo con el boliche. Al fin y al cabo, analizándolo fríamente, dudaba si la seguía amando, pensar en eso le hacía dar vueltas a la cabeza hasta flagelar sus sentidos.
El Juancho estaba sentado con el Queno, llorándole quién sabe qué nueva pena, bebiéndose a sorbitos el tinto, entre lágrima y moqueo, entre deseo y fantasía.
Ya había pasado la hora de almuerzo y ni siquiera el llanterío del Juancho, la pelea de la pareja, que un rato antes parecía que se iba a fusionar de tanto beso y abrazo, ni el tv cable podía quitarle de la cabeza a la morocha y su pan amasado por más de cinco minutos. En eso estaba cuando entró saltando en un pie la sobrina de la negra curvilínea.
-Tome -le dijo la mocosa de unos diez años-.Esto le manda mi tía.
Le alcanzó un sobre blancon con una leyenda hecha a mano en letra imprenta y con grandes letras "PARA SAMUEL". La chiquilla se alejó de la misma manera que entró.
Seguro que era una carta en dónde le echaba en cara la indecisión que había mantenido durante todo este tiempo, lo peor de todo es que no tendría qué aducir al respecto.
-¡Ya! ¡Despiera hombre! Sírveme una cervesita heladita y prepárame un sanguchito cototúo.
-No te había visto, Susanita.
-No poh -le voceó sonriente- si vos tenís ojitos pa' la morocha no máh oye, y a propósito, ¿dónde está?
-No sé, no ha llegado todavía -se echó al bolsillo el sobre mientras buscaba el pan-. Oye y tú ¿No estabai a régimen?
-Sí, pero sólo los días lunes -rió mostrándole la dentadura-. ¿Qué te pasa que te veo medio a-tri-bu-la-do? ¿Ah? ¿Te gustó la palabra? ¿Suena bonito? a-tri-bu-la-do, la escuché en la tele, pa' algo que sirva. Ya poh, responde ¿Estai a-tri-bu-la-do?
-Por qué no...
-No, mira, si me vai a mandar a freir monos estai equivocado, aquí el que cocina eres tú, además esa cuestión tiene mucho colesterol y eso hace ponerse idiota a la gente ¿Sabíai tú? Pa' mí que tú hoy día ya te comiste un pancito ja-ja-ja.
-Ya. Te voy a contar. La morocha no vino...
-Sí, si eso está clarito -le dijo echándose en su asiento-. Cuéntame la otra parte oscura.
-No, si ni hay parte oscura, lo que pasa es que me mandó una carta recién no máh.
-Bueno ¿y?
-Nada, eso.
-Pero hombre ¡qué decía la carta!
-No sé, todavía no la leo.
-Y qué esperai, que la misma morocha te la venga a leer. No poh cabrito, anda allá al baño, léela después me contai.
-Y para qué voy a ir al baño si igual te la tengo que contar.
-Para no verte la cara de dolor, y que "no caigas sobre mí, llorando, y me azoes el traje con tus lágrimas". ¿Cómo estuve? ¿Ah? Te la tiré suavecita. Esa la leí en una fotonovela más vieja que el andar a pie. Si querís te leo yo la carta.
-Bueno
-¿Cómo se te ocurre? Si las cartas son personales, son pa' que uno las lea, o al menos pa' que las lea primero que nadie. Ya, léela, pero primera termina de hacerme el sanguchito, que me estoy feneciendo del hambre.
Le puso mayonesa al cerro de carne y tomate, coronando el sándwich con la otra mitad del pan.
Abrió el sobre sacando lentamente su contenido, la carta es pequeña y la desdobla mientras mira a la Susanita, que no ha dejado de observar, a pesar de las grandes mascadas y largos sorbos de cerveza.
-Ya poh, ¿qué dice?
-No entiendo
-¿Qué?
-Dice: un kilo de harina, medio pan de levadura, dos tazas de agua, una cucharada sopera de sal. Ponga la harina y vierta sobre ella las dos tazas de agua... No entiendo. Amase hasta obtener la consistencia...
La Susanita había parado de comer y sostenía en sus manos el medio sándwich que le quedaba. Tenía los ojos y la boca abiertos del mismo porte.
-¡Ya, dime! Que no entiendo nada, Susana.
Se paró dejando el pan sobre el mesón, la gorda avanzó dos pasos y comenzó a gritar.
-¡Ya, ya! Hasta aquí no más llegó, se cierra el boliche, hasta mañana, chabela. Queno, llévate al Juancho hasta la esquina, que no quiero verlo en la puerta cuando salga. Ya, ya, a volar, a volar -decía mientras reforzaba sus palabras con movimiento braquial.
-¿Qué estai haciendo Susana?
-Mira, Samuel, -sermoneaba con las manos en la cintura-, yo siempre he sido suave contigo porque me caes bien, eris un hombre tranquilo, pero llega un momento en la vida en que uno tiene que despabilarse, tomar las riendas, y por lo que veo a ti no te había llegado tu cuarto de hora -explicaba con un tono inclemente.
-¿Qué tiene que ver eso con eta receta para hacer pan?
Y mientras decía esta última frase bajaba la vista lentamente. Una daga le atravesaba la garganta y le impedía el libre flujo de las palabras.
La susanita lo miró con una mezcla de compasión y fastidio mientras le daba un empujón a la puerta vaivén. Afuera las calles se refrescaban lentamente. Volvería a darse la última vuelta al anochecer.
Aún no sonaba el despertador y ya estaba desayunando. Lo del insomnio lo tenía con los nervios de punta, ni siquiera había fiesta en que aprovecharlo. Salió sin ordenar el comedor.
Afuera el calor se hacía sentir ya desde muy temprano y seguramente el día sería como estar en medio de un incendio. Caminó sin detenerse las siete cuadras que lo separaban del boliche. Todas las mañanas realizaba distintos recorridos, divagaba chuteando piedras, esperando descubrir o encontrar algo que lo sorprendiera.
En la esquina, antes de doblar, se metía las manos al bolsillo y empezaba a darle vueltas a las llaves, hasta encontrar la correcta por el tacto. Desenganchó los candados y abrió la cortina metálica, descubriendo las pueras de vaivén. Adentro la luz volvía a entrar débilmente. Puso la tetera en el fuego de la cocina y se sentó a esperar a la clientela que se dejaría caer en cualquier momento, por lo que esta actitud providente le ahorraría más de alguna molestia.
El primero en entrar fue el ciego Queno, golpeando con el bastón hasta llegar a su mesa de costumbre.
-Sírvame un cafecito con dos tostadas, Samuelito -ordenó mientras se sacaba la chaqueta.
-Enseguida, Queno.
El Queno vivía solo y prefería desayunar, gastando los pocos pesos que tenía, en el boliche de Samuel. Más de alguien se sentaba a compartir un café o lo que fuera, con tal de pasar las horas en compañía.
La mañana avanzaba lenta, muchas bebidas, pocos sándwich y varios permisos para ir al baño sin hacer consumo. Ya eran las doce y cualquier momento entraría la morocha, contornéandose, mostrándole el escote con evidente erotismo, pestañéandole tupido y con humeante pan amasado, hecho con sus propias manos. Hasta cuándo se aguantaba, era un bruto por dejar pasar a esa mujer así, sin más ni más, se estaba portando como dice la canción "era una piedra en el agua, seca por dentro", hoy le diría más que un piropo a la morocha y su rico pancito.
Buscando inspiraciòn miró el afiche de Lawrence de Arabia, que tenía a un costado de mampara, mientras daba un largo suspiro.
Las doce y quince y no pasaba nada con la morocha, estaría entretenida conversando por ahí.
-Samuel, fíame una cañita hasta mañana -le interrumpió el Juancho encorvado y mirándose los zapatos sucios.
-¿Sabís leer?
-Tú sabís que sí poh Samuel.
-Entonces -apuntaba con el dedo al letrero que decía "Se fía a mayores de 99 años, siempre que vengan con su papá o su abuelito".
-Ya poh, no seai así, mira que es para que se me quite lo tembleque no mah.
Yo no sé como seguís vivo con ese hígado.
-No me digai eso, dame la cañita -suplica con cara de pena.
-Media caña no máh y cuidado con ir a amargarle el pepino al Queno con tus problemas, cuéntale algo nuevo.
-Oye y no ha llegado la morocha todavía -se burló con la media caña de tinto en la mano temblona.
-Ya, ya, ya, ándate lueguito.
-Si ya son las doce treinta -seguía burlesco.
-Chao no, O.K.
Una de la tarde: dos borrachos, una pareja furtiva que no acababa nunca de despedirse, tres cubetas de hielo y cinco moscas. De la morocha todavía nada. Un temor lo invadió de pronto: no sería que por fin se había aburrido de tanto insistir con minifalda, escotes, transparencias y pan recién horneado, sin que él se atreviera a más que un piropo, por lealtad a un fantasma, idealizado en el tiempo, sí, porque eso era la Carlota desde que había partido dejándolo solo con el boliche. Al fin y al cabo, analizándolo fríamente, dudaba si la seguía amando, pensar en eso le hacía dar vueltas a la cabeza hasta flagelar sus sentidos.
El Juancho estaba sentado con el Queno, llorándole quién sabe qué nueva pena, bebiéndose a sorbitos el tinto, entre lágrima y moqueo, entre deseo y fantasía.
Ya había pasado la hora de almuerzo y ni siquiera el llanterío del Juancho, la pelea de la pareja, que un rato antes parecía que se iba a fusionar de tanto beso y abrazo, ni el tv cable podía quitarle de la cabeza a la morocha y su pan amasado por más de cinco minutos. En eso estaba cuando entró saltando en un pie la sobrina de la negra curvilínea.
-Tome -le dijo la mocosa de unos diez años-.Esto le manda mi tía.
Le alcanzó un sobre blancon con una leyenda hecha a mano en letra imprenta y con grandes letras "PARA SAMUEL". La chiquilla se alejó de la misma manera que entró.
Seguro que era una carta en dónde le echaba en cara la indecisión que había mantenido durante todo este tiempo, lo peor de todo es que no tendría qué aducir al respecto.
-¡Ya! ¡Despiera hombre! Sírveme una cervesita heladita y prepárame un sanguchito cototúo.
-No te había visto, Susanita.
-No poh -le voceó sonriente- si vos tenís ojitos pa' la morocha no máh oye, y a propósito, ¿dónde está?
-No sé, no ha llegado todavía -se echó al bolsillo el sobre mientras buscaba el pan-. Oye y tú ¿No estabai a régimen?
-Sí, pero sólo los días lunes -rió mostrándole la dentadura-. ¿Qué te pasa que te veo medio a-tri-bu-la-do? ¿Ah? ¿Te gustó la palabra? ¿Suena bonito? a-tri-bu-la-do, la escuché en la tele, pa' algo que sirva. Ya poh, responde ¿Estai a-tri-bu-la-do?
-Por qué no...
-No, mira, si me vai a mandar a freir monos estai equivocado, aquí el que cocina eres tú, además esa cuestión tiene mucho colesterol y eso hace ponerse idiota a la gente ¿Sabíai tú? Pa' mí que tú hoy día ya te comiste un pancito ja-ja-ja.
-Ya. Te voy a contar. La morocha no vino...
-Sí, si eso está clarito -le dijo echándose en su asiento-. Cuéntame la otra parte oscura.
-No, si ni hay parte oscura, lo que pasa es que me mandó una carta recién no máh.
-Bueno ¿y?
-Nada, eso.
-Pero hombre ¡qué decía la carta!
-No sé, todavía no la leo.
-Y qué esperai, que la misma morocha te la venga a leer. No poh cabrito, anda allá al baño, léela después me contai.
-Y para qué voy a ir al baño si igual te la tengo que contar.
-Para no verte la cara de dolor, y que "no caigas sobre mí, llorando, y me azoes el traje con tus lágrimas". ¿Cómo estuve? ¿Ah? Te la tiré suavecita. Esa la leí en una fotonovela más vieja que el andar a pie. Si querís te leo yo la carta.
-Bueno
-¿Cómo se te ocurre? Si las cartas son personales, son pa' que uno las lea, o al menos pa' que las lea primero que nadie. Ya, léela, pero primera termina de hacerme el sanguchito, que me estoy feneciendo del hambre.
Le puso mayonesa al cerro de carne y tomate, coronando el sándwich con la otra mitad del pan.
Abrió el sobre sacando lentamente su contenido, la carta es pequeña y la desdobla mientras mira a la Susanita, que no ha dejado de observar, a pesar de las grandes mascadas y largos sorbos de cerveza.
-Ya poh, ¿qué dice?
-No entiendo
-¿Qué?
-Dice: un kilo de harina, medio pan de levadura, dos tazas de agua, una cucharada sopera de sal. Ponga la harina y vierta sobre ella las dos tazas de agua... No entiendo. Amase hasta obtener la consistencia...
La Susanita había parado de comer y sostenía en sus manos el medio sándwich que le quedaba. Tenía los ojos y la boca abiertos del mismo porte.
-¡Ya, dime! Que no entiendo nada, Susana.
Se paró dejando el pan sobre el mesón, la gorda avanzó dos pasos y comenzó a gritar.
-¡Ya, ya! Hasta aquí no más llegó, se cierra el boliche, hasta mañana, chabela. Queno, llévate al Juancho hasta la esquina, que no quiero verlo en la puerta cuando salga. Ya, ya, a volar, a volar -decía mientras reforzaba sus palabras con movimiento braquial.
-¿Qué estai haciendo Susana?
-Mira, Samuel, -sermoneaba con las manos en la cintura-, yo siempre he sido suave contigo porque me caes bien, eris un hombre tranquilo, pero llega un momento en la vida en que uno tiene que despabilarse, tomar las riendas, y por lo que veo a ti no te había llegado tu cuarto de hora -explicaba con un tono inclemente.
-¿Qué tiene que ver eso con eta receta para hacer pan?
Y mientras decía esta última frase bajaba la vista lentamente. Una daga le atravesaba la garganta y le impedía el libre flujo de las palabras.
La susanita lo miró con una mezcla de compasión y fastidio mientras le daba un empujón a la puerta vaivén. Afuera las calles se refrescaban lentamente. Volvería a darse la última vuelta al anochecer.
Comentarios
Porqué no sigues escribiendo?
Recuerdo que una de las primeras cosas que leí aquí fue El Trigal, y me encantó.
Bueno, todo esto para decirte que se te extraña en estas páginas.
Un beso
Amanda