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Patricio Bruna. Cazadores. 70x50. Acuarela, 2006. |
Labrys: Antiquísima hacha cretense de dos caras, derivadas de las inmemoriales bifaces
de la Edad de Piedra. De su nombre proceden las palabras “trueno” y “laberinto”.
Lo único que hay es agua. Nada más hay. En ocasiones, cerca del nunca, un pez de oro se asoma, y pronto vuelve a sumergirse. El Océano es Infinito y Profundo. Pero exactamente en el centro se yergue la Isla. En el medio de las aguas incesantes; tal vez existe tan solo para remarcar el carácter interminable de lo que la rodea, hasta el imposible fin; para que aquel que observe desde afuera lo recuerde. Pero quizás nadie esté observando.
La Isla se levanta en el centro de las aguas grises, líquido que agita el viento melancólico, que también, a su modo, es gris. Quién puede determinar dónde termina el color y comienza el sentimiento.
Justo en el centro; no importa dónde esté, cualquier punto del Infinito es su centro. Es como si se moviera: la Isla flota, y el centro del Mar se mueve con ella para recibirla.
La Isla es el hogar de los hombres. Los hombres se entienden entre ellos y viven en paz. Ninguno se aventura fuera de la Isla, porque saben que el Mar no tiene término, y un solo paso en él los perdería sin remedio: jamás podrían volver. Así que los hombres decidieron hace mucho quedarse en la única tierra firme que conocen. Y también decidieron que serían felices.
El Sol se movió, como todo se mueve; giró incontables veces, incluso sobre su propio eje, para que nadie tuviera derecho a reclamarle nada; marcando así, por medio de sus signos, el inasible paso del Tiempo.
La vida era larga y próspera. Sin relieve, sin sobresaltos, sin aventuras. Y porque estaban rodeados de agua, esos hombres, esos hombres que habían decidido ser felices, comenzaron a dudar. ¿No sería que se engañaban a sí mismos? Vivían tranquilos en su tierra, pero en cualquier momento, con sus ojos, o en su memoria, o en sus sueños, volvían a ver el Océano, y un ligero estremecimiento les sacudía la piel: a pocos pasos de su felicidad, la duda gris golpeaba la costa, horadándola lentamente. ¿Qué había más allá del Mar? ¿Era real su satisfacción, tenía sentido?
Se congregaron en la plaza central, la misma que usaban año tras año para realizar las fiestas de gran pompa en que se congraciaban con el Dios, cuando el fugaz Sol se encontraba en un preciso punto señalado. En esa plaza que está en el centro de la Isla que está en el centro del Mar se juntaron: esta vez no para agradecer, sino para cuestionar.
El rey Minos y la reina Pasifae salieron al balcón de su palacio, acompañados de sus hijos, la bella Ariadna y el bello Androgeo; y junto al pueblo, que estaba más abajo, congregado en la plaza, levantaron la cabeza y contemplaron el Cielo despejado y casi alegre. Clamaron que la existencia era feliz, demasiado feliz para ser cierta, y le exigieron al Dios que diera alguna señal; lo conminaron a que se presentara ante ellos y les declarara si su dicha era real, o una cruel mentira. Si el Dios aparecía, si se dejaba ver, si comprobaban su Ser, eso sería prueba suficiente de que el Universo estaba justificado.
Todos oyeron un llamado en su corazón, silencioso pero inapelable; una voz que sin palabras los instaba a acercarse a la playa.
La playa marca el límite entre la Isla y el Mar. Entre la Isla y el Resto. Encabezados por los monarcas, el pueblo llegó a la arena que señala el borde de la seguridad y la certeza, y observó las aguas con oscura esperanza, aguardando la señal con que habían desafiado al Dios; y la señal llegó.
Abriéndose paso por entre la espuma y el asombro, surgió del Océano un Toro magnífico; el Dios había prometido, y cumplía con la palabra empeñada. Pero ahora los hombres se arrepentían de haber preguntado lo que no les convenía saber: porque ese animal sagrado, que demostraba la existencia del Dios, mostraba su oblicua esencia: un ser irracional había emergido absurdamente desde aquella Nada Infinita por la cual se lo cuestionaba. Era una paradoja espantosa: el Dios existía fuera de toda duda; pero no así el Orden que se suponía debía deducirse de su Ser. El Universo no es Cosmos: es Caos.
El corazón humano es tan profundo como el Mar. La primera en entender plenamente las consecuencias de lo que acababa de ocurrir fue la reina Pasifae: en cuanto vio a aquel Absurdo surgiendo de las aguas, perdió la razón y encontró la pasión. Se enamoró del magnífico Toro, con una obsesión tan intensa que ocupó todo el espacio de su alma, sin dejar lugar a ningún otro sentimiento o pensamiento. Se soltó de la mano de su esposo, y cayó de rodillas, admirando al Divino Despropósito.
El corazón humano es tan extenso como el Mar. El rey Minos contempló a su mujer arrodillada en la arena, y entendió que ese amor torcido jamás podría enderezarse. Pero amaba a su reina con un sentimiento sin condiciones: aunque sabía que no sería correspondido. Su amor se profundizó con la traición; y para complacerla, hizo traer, de la Ciudad de los Filósofos, a Dédalo, el gran arquitecto.
Dédalo era el técnico más hábil de toda la Isla; inventó el arte de la metalurgia, los canales de riego que se nutrían del Mar, y la máquina que marcaba el tránsito del Sol y señalaba el fin y el comienzo de cada año.
Era el máximo pensador, solo pensador: exacto, frío y mecánico como sus creaciones; pero, también como sus creaciones, carecía de alma. No creía en nada, y por eso podía todo: era la pura racionalidad encarnada, despojada de toda clase de pasión y compromiso.
Justamente por eso no tuvo reparos cuando lo empujaron al límite; cuando Minos le pidió que pusiera su suprema condición humana al servicio del Animal-Dios: Dédalo habría de construir una vaca hueca de metal, para que pudieran satisfacerse aquellas enfermizas pasiones: la de Pasifae por el Toro y la de Dédalo por un problema a resolver. La reina se ocultaba en el interior de esa cáscara artificial, y el Toro Sagrado podía así unirse a quien no amaba.
El fruto de ese amor asimétrico fue el asimétrico monstruo Minotauro; una criatura dual que es un símbolo vivo: el horror que nace cuando el hombre se involucra con el Absurdo.
El joven monstruo crecía veloz; y su vista, retorciéndose y bramando, resultaba insoportable. Entonces Minos pensó en aniquilarlo. Pero la pasión que lo había creado era inagotable, y sus progenitores volverían a engendrarlo una y otra vez, sin fin.
El rey razonó que, ya que no había manera de destruirlo, la misma Técnica, que había permitido su nacimiento, debía ahora ser la encargada de encerrarlo y ocultarlo. Dédalo construyó entonces el Laberinto: la patología de la racionalidad. El límite de la razón, la razón empleada para que la razón se extravíe. Arrasó el espléndido palacio de Minos, y en sus terrenos levantó el desmesurado y soberbio edificio diseñado para la perplejidad y la perdición; y con grandes esfuerzos y precauciones recluyeron al monstruo.
El corazón humano es tan oscuro como el Laberinto. Pasifae buscó a su espantosa criatura, y al no hallarla se desesperó, y se hundió aún más en la locura. Sentada en su trono clamó a gritos, pidiendo, exigiendo, que le restituyeran a su retoño. Y el pueblo, otra vez reunido en la ahora desmantelada plaza, tembló de pavor al oir los lamentos de su reina.