Cuento inconcluso
Texto escrito por Rodrigo Suárez
Eran más de las dos de la madrugada, cuando Atilio Hernández detuvo la ambulancia frente al cartel que decía "Servicio nocturno continuo". Las ventanas estaban mugrosas. Atilio salió del auto frotándose las manos y, pensativo, se demoró en la vereda para sacar el maletín. El viento arrastraba el frío del mar por la calle. Dos quiltros levantaron sus cabezas de la caja de cartón. El ruido del motor los había despertado.
Atilio Hernández terminó de comerse las uñas antes de abrir la puerta. Una lámpara de mesa iluminaba la papelera, una porción del piso y el escritorio. El dueño estaba sentado detrás, pero con la luz no alcanzaba a ver su rostro. Solamente el enorme bulto de la camisa bajo la corbata negra y brillosa. Escuchó el ruido de succión que el hombre hacía al meter el labio por debajo de los incisivos. Entre ellos, era el Sapo. En la tienda, Don Saúl.
El Sapo guardó las gafas y examinó a su emisario. La luz de la ampolleta resaltaba el tinte de lavaloza barato en su cara. Las cejas y los bigotes caían en picada, dándole un cierto aire de mongol demasiado viejo para el combate. Esperaba que le diera la orden.
-¿Y cómo te fue esta semana?- preguntó sin salir de las sombras. Atilio hizo aparecer un cuaderno de su bolsillo.
- Rigoberto Gallardo, viudo de Alma Carreño, en paz descanse, contacto telefónico, email. Lo llamará en el transcurso del día para contratar servicios. Familia Asenjo, expresa interés para finiquitar al fallecido Guillermo Asenjo Retamales, paz descanse, contacto telefónico. Hay tres nombres más. Todos tienen sus fichas al día, Don Saúl.
-¿Y los certificados? Te los conseguiste, me imagino.
- Todo en orden, señor. Aquí los tengo.- Atilio sacó un portafolios del maletín y se lo entregó a Saúl. Logró hacerlo sin perturbar el círculo de luz que lo separaban del Sapo. Sólo lo necesario para introducir su mano amarillenta, pero alcanzó a sentir el roce del brazo desnudo que emergió para tomar la mercancía.
- No te comas las uñas, hombre.- El reproche del Sapo lo sorprendió desagradablemente. Su esposa le había dicho lo mismo durante años.
-Sí, señor.
Con paciencia, esperó que el Sapo revisara uno a uno los documentos. Después sacaría un talonario del segundo cajón, extendería un cheque por la comisión y podría irse hasta la próxima semana. Pero todavía faltaba pedirle otra cosa.
Don Saúl guardó los papeles y buscó la chequera. Por el rabillo del ojo, notó que Hernández estaba preocupado por alguna razón. Quizás fueran remordimientos o culpas, pero no interesa. Firmó el cheque. Sin embargo, no se apresuró en cortarlo. Atilio se balanceaba sobre un pie y después sobre el otro.
-¿Por qué te quedas ahí bailando? ¡Toma tu plata!- El paramédico se apresuró en agarrar el papel antes de que fuera muy tarde. Miró la cifra. No era suficiente. Pero el Sapo se había alzado repentinamente del asiento como un hipopótamo saliendo de su pozo favorito. Imposible reclamarle ahora. Mientras se le acercaba, metió la trompa por debajo de los dientes y se chupó la saliva. Atilio supo exactamente en lo que pensaba.
Eran más de las dos de la madrugada, cuando Atilio Hernández detuvo la ambulancia frente al cartel que decía "Servicio nocturno continuo". Las ventanas estaban mugrosas. Atilio salió del auto frotándose las manos y, pensativo, se demoró en la vereda para sacar el maletín. El viento arrastraba el frío del mar por la calle. Dos quiltros levantaron sus cabezas de la caja de cartón. El ruido del motor los había despertado.
Atilio Hernández terminó de comerse las uñas antes de abrir la puerta. Una lámpara de mesa iluminaba la papelera, una porción del piso y el escritorio. El dueño estaba sentado detrás, pero con la luz no alcanzaba a ver su rostro. Solamente el enorme bulto de la camisa bajo la corbata negra y brillosa. Escuchó el ruido de succión que el hombre hacía al meter el labio por debajo de los incisivos. Entre ellos, era el Sapo. En la tienda, Don Saúl.
El Sapo guardó las gafas y examinó a su emisario. La luz de la ampolleta resaltaba el tinte de lavaloza barato en su cara. Las cejas y los bigotes caían en picada, dándole un cierto aire de mongol demasiado viejo para el combate. Esperaba que le diera la orden.
-¿Y cómo te fue esta semana?- preguntó sin salir de las sombras. Atilio hizo aparecer un cuaderno de su bolsillo.
- Rigoberto Gallardo, viudo de Alma Carreño, en paz descanse, contacto telefónico, email. Lo llamará en el transcurso del día para contratar servicios. Familia Asenjo, expresa interés para finiquitar al fallecido Guillermo Asenjo Retamales, paz descanse, contacto telefónico. Hay tres nombres más. Todos tienen sus fichas al día, Don Saúl.
-¿Y los certificados? Te los conseguiste, me imagino.
- Todo en orden, señor. Aquí los tengo.- Atilio sacó un portafolios del maletín y se lo entregó a Saúl. Logró hacerlo sin perturbar el círculo de luz que lo separaban del Sapo. Sólo lo necesario para introducir su mano amarillenta, pero alcanzó a sentir el roce del brazo desnudo que emergió para tomar la mercancía.
- No te comas las uñas, hombre.- El reproche del Sapo lo sorprendió desagradablemente. Su esposa le había dicho lo mismo durante años.
-Sí, señor.
Con paciencia, esperó que el Sapo revisara uno a uno los documentos. Después sacaría un talonario del segundo cajón, extendería un cheque por la comisión y podría irse hasta la próxima semana. Pero todavía faltaba pedirle otra cosa.
Don Saúl guardó los papeles y buscó la chequera. Por el rabillo del ojo, notó que Hernández estaba preocupado por alguna razón. Quizás fueran remordimientos o culpas, pero no interesa. Firmó el cheque. Sin embargo, no se apresuró en cortarlo. Atilio se balanceaba sobre un pie y después sobre el otro.
-¿Por qué te quedas ahí bailando? ¡Toma tu plata!- El paramédico se apresuró en agarrar el papel antes de que fuera muy tarde. Miró la cifra. No era suficiente. Pero el Sapo se había alzado repentinamente del asiento como un hipopótamo saliendo de su pozo favorito. Imposible reclamarle ahora. Mientras se le acercaba, metió la trompa por debajo de los dientes y se chupó la saliva. Atilio supo exactamente en lo que pensaba.
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