Día Natural | Diego Ortíz
No le puedo pedir más a la vida. El recinto está atiborrado, lo cual me asegura un éxito sin precedentes. No todos los días puedo presentar mi conferencia sobre las focas y su influencia sobre el deshielo de la Antártica ante tan afamados científicos de todo el mundo. A la entrada Irene me confirmó la asistencia del doctor Harry Fields, asesor en cuatro expediciones al continente helado del gran navegante Jaques Costeau, quien está en uno de los puestos de la primera fila, atento a cada una de las conclusiones de mi investigación de más de siete años sobre tan importante tema, más hoy cuando el problema de “lo natural” está en boga entre la comunidad científica.
La mesa de la plenaria la componemos mi asistente Irene, quien ha estado trabajando conmigo desde los tiempos de las investigaciones con codornices en temas de reproducción y comportamientos esquizoides ante estimulación por programa de castigo negativo. A mi izquierda se encuentra la doctora Anneke van der Gaard, doctora de
Mientras Irene realiza una sinopsis de todo el trabajo realizado, mi mente un tanto abotargada por la emoción del momento me lleva por un camino de ideación un tanto abstruso, pues, en este momento tan importante de mi vida, me pregunto si realmente me importa el deshielo de
Frente al atril, con mis papeles del resumen de la investigación y de la exposición preparada desde hace dos meses y medio, hago un gesto de incomodidad y ese ojo omnipresente del doctor Fields percibe tanto mi acción como mi reacción. Con su ojo de persona acuciosa, de sujeto maniático buscando la verdad, abandonada por mí apenas tuve en mis manos el título de ingeniero bioecosocial, intenta escudriñarme, pretende desnudarme ante todos los asistentes, demostrando así su poder, el poder de encontrar la verdad de todas las cosas, aun cuando ni yo sé cuál es la verdad de mi mundo interior y él no conoce la verdad de su verdad. Acomodo las solapas de este incómodo saco, tomo aire para comenzar, pero de nuevo se me nubla la vista y una epifanía de lo más absurda surge ante mis ojos.
Estoy en medio de la nada. Hielo, frío, blanco, nada. Estoy desnudo. Una tormenta helada estremece mi cuerpo, me arroja al suelo con gran fuerza. Quietud. No hay viento. Pasos. Muchos pasos. Pasos pesados se arrastran sobre la gruesa capa de nieve y hielo. A lo lejos, una mancha gris se extiende por todo el horizonte. La mancha crece. Se hace más definida. Son miles de focas arrastrando su obesidad hacia mí. Pronto estoy rodeado de otáridos, morsas y focas. Una de estas se me acerca. Sus ojos lánguidos observan mi ridícula desnudez en medio de tanto hielo, sin ropa, sin capa de grasa, sin pelo. Soy una presa. La foca lo cree así. La foca me mira con lástima. Odio la mirada de lástima de los humanos, pero detesto la de las focas. Arrastra un poco mas cerca su cuerpo. Le pateo con toda la fuerza su baboso hocico. ¡Te odio foca asquerosa! Las demás han entendido mis palabras. Han comprendido mi gesto. No sé cuántas focas y leones marinos están sobre mí. Son como una inmensa torre que me hunde entre el hielo. El hielo es seco. Quema la piel. No duele. Me incomoda el vaho del hocico de una morsa respirándome en la cara. Me cachetea mil veces con sus aletas como puños de boxeador enceguecido por la ira de una batalla perdida. Me toma la cara entre sus aletas. Me habla. ¡Puto mamífero lampiño! ¿Quién te has creído como para arrancarnos la piel y cubrir tu patético cuerpo desadaptado y malformado? ¿Sólo porque caminas en dos patas te crees con el derecho de pasar sobre nuestros cuerpos y abusar de ellos? ¿Me quieres matar? ¡¿Me quieres matar?! Tiemblo. No es el frío. Es el dolor de las palabras de la foca. No estoy sudando pero mi rostro está totalmente mojado. Lloro a cántaros. Me siento miserable.
Me siento miserable.
Irene me observa con plena decepción. El doctor Fields ha abandonado el auditorio. Anneke menea su cabeza hacia los lados desaprobando mi comportamiento. Klauss, con todo su carácter germánico sube al estrado, me toma del brazo y me baja arrastrando conmigo toda mi desolación. Con esa mano callosa levanta mi rostro y me escupe con su español enrevesado. ¡Imbécil! Revelaste nuestro secreto. Todos nos sentimos miserables porque intentamos salvar un mundo condenado. Pero eso no lo deben saber ellos. Ellos deben seguir con sus misérrimas vidas, contaminando, matando, talando, quemando, pero sobre todo siendo felices, pues ellos son los del dinero mi anegado colega. Y a los del dinero se les debe mostrar nuestra falsa felicidad y no tu asqueroso y muy natural pesimismo.
Estudiante de Licenciatura en Lengua Castellana de la Universidad Distrital (Bogotá). Ha publicado cuentos en las revistas literarias Gavia (Universidad Distrital), RILTTAURA (Universidad Nacional) y Palabrero Virtual. Participante del Taller de Cuento Ciudad de Bogotá 2008. Jurado en el I y II Concurso de Cuento y Poesía “Voces Tertulia de Palabras”, organizado por la Alcaldía de Tabio y el Instituto Municipal de Cultura en los años 2007 y 2008. Coordinador general de la Revista Gavia.
Comentarios
De todo mi gusto....
felicitaciones.
Amanda