"El ejercicio del café" de Ricardo Sánchez Orfo | Prólogo


El ejercicio del café, (20 inútiles poemas y una canción de amor a la fuerza) es el título de la obra del joven poeta Ricardo Sánchez Orfo que tengo el gusto de prologar y que, por cierto, sin inutilidad y sin ser forzado, me permiten decir algunas palabras que no pretenden ser sino una reacción espontánea sugerida por la lectura de los poemas propuestos por su autor.

En primer lugar, nos será fácilmente advertible la pertinencia y vitalidad con que se da un recurso a la tradición literaria recibida. Ya el subtítulo mismo, 20 inútiles poemas y una canción de amor a la fuerza, instala su poética en el vértice mismo desde donde se origina la obra de uno de nuestros más reconocidos creadores. Quizás ha preferido decir “20 inútiles poemas”, en vez de “20 poemas de amor”, porque quiere dar testimonio de la inutilidad de un amor que se ha cansado de esperar en los rincones de nuestros espacios urbanos más simbólicos, quizás porque así da cuenta del nuevo paradigma que rige nuestros días, en el cual el amor, lejos de su angulatura romántica, termina siendo una más de las inútiles pasiones del hombre quien, dicho en palabras de Sartre, ya es - por sí mismo- una “pasión inútil”. Y esa canción de amor a la fuerza, que suplanta a la “canción desesperada de Neruda”, se erige como aquella palabra que emerge del corazón vacío (símbolo también de nuestra postmodernidad), cuando toda palabra dicha parece no ser sino el forzamiento de esa delirancia que surge en el momento en que ya se han agotado todas las palabras y no queda más que terminar de hablar para dar paso al silencio.

En segundo lugar, la apelación a la tradición nos lleva también al ingenioso recurso de poner nombre femenino (Penélope) a un hombre que espera. Su propuesta nos ayuda a recordar que los tiempos han cambiado y que ya no sólo las mujeres esperan, sino que la espera es atributo de todo aquel que se sienta a mirar el reloj de sus deseos, tejiendo la cuerda de sus ansiedades. Leí por ahí: “si quieres saber cuándo vale una hora, pregúntale a los enamorados”. Penélope, aquí, es un hombre que por fin ha asumido para sí el dolor que durante siglos cargó el mundo femenino. Parece lejano el tiempo aquel, pero nosotros mismos hemos escuchado historias de abuelas que vieron partir a sus maridos a las salitreras del norte o a la minería del cobre para robarle un poco de bienaventuranza al infortunio, para mezquinar de la tierra ocre lo que la naturaleza les había negado. Eso fue ayer… y, antes de ayer, los soldados que partieron a la Guerra del Pacífico, en batallas que nada hacían de honor a su irónico nombre y de las cuales, algún día, cuando aprendamos a hacer de América una tierra para todos, terminaremos avergonzándonos. Y allí quedaban las que serían nuestras madres y nuestras abuelas, esperando el incierto regreso de aquel que, entre los enredos del trabajo y de la pasión, terminaría también acogiendo los enredos del amor, dilatando el regreso, a veces obstinadamente, como dando motivos para que el antiguo relato de Penélope se repitiera sisíficamente, como poniéndose ahí como pretexto para que una mujer también apasionada cantara con voz lánguida y meláncolica: “Run Run se fue pa’l norte, no sé cuándo vendrá…”. Pero, pasado el tiempo de los romanticismos y del lirismo fatalista del poeta que se lamenta de su irremisible pasión por la aventura (“Amo el amor de los marineros que besan y se van / Dejan una promesa, no vuelven nunca más./ En cada puerto una mujer espera/ los marineros besan y se van”), comenzamos a darnos cuenta de que, entre espera y espera, la mujer aprendió a armar sus estrategias de sobrevivencia, para no tener que ofrecer al futuro la memoria absoluta de un corazón vacío. Y, finalmente, ha llegado a suceder que, en un momento del cual no nos dimos cuenta, Penélope se había convertido en hombre, el nuevo hombre, limitado e insustancial, desmilitarizado y desaventurizado, petrificado en un asiento de cualquier café solitario o de un escaño del parque forestal, sin otro tejido más para su espera que la urdimbre de unos versos que caerían inútiles sobre el pasto mojado por una lluvia sucia, como suelen ser nuestras invernales lluvias santiaguinas.

En tercer lugar, no puedo sino recordar el adagio latino que todos dicen deber al sabio griego Hipócrates: “Ars longa, vita brevis”. El arte es demasiado grande como para poder expresarlo en una vida tan breve. O, según otras interpretaciones, la vida, lo que se dice vida de verdad, es tan breve… y el resto es un lapso tan largo para justificarlo sólo con el arte; tan corto el amor y tan largo el olvido. Si el amor fuera eterno, no existiría la poesía, porque tejer y versear es cosa que sólo pueden hacer los desocupados, los que tienen que esperar, los/las abundantes Penélopes de aquí y allá. La poesía verdadera nace de la confusión, de la ausencia, del delirio. El que escribe de abundancia no genera arte sino poesía de corte y ruido de burguesías satisfechas. En cuarto lugar, no desviándome en absoluto de los puntos arriba mencionados, quiero recordar los versos de Hugo Mujica:


Cae quieta la lluvia,
lo abierto mana.
Cae la lluvia, cae sobre
la espera…
(Lo abierto)


Y los cito solamente para hacer evidente una consonancia poética que atraviesa transversal y diacrónicamente la historia de la poesía. Solamente desde lo abierto, desde la contemplación y la asunción del vacío, es esperable la plenitud que a veces brilla como un relámpago (apenas en un mínimo segundo, vita brevis) pero suficientemente poderosa como para vislumbrar un amanecer que sólo los poetas, los trasnochados, los místicos y los delirantes nos ayudan a entrever entre las grietas falibles del símbolo lírico. De este modo, luminosas y breves como un relámpago, me parecen las intuiciones que Ricardo nos permite entrever en sus poemas. Son como claridades sucesivas que se nos van dando y quitando, goces momentáneos que queremos arrebatar y quedárnoslos para siempre, son el eterno sino del misterio del goce estético: una palabra que viene a nosotros pero que siempre vuelve a sí, nos deja con el gusto pero jamás con la posesión; atributo del arte que viene a sembrar en nosotros sugerencias, pero que no viene a llenar nuestras bodegas de pertrechos; jugueteo simbólico donde el poeta es Ulises y nosotros, Penélope, quienes leyendo verso a verso, y visualizando relámpago a relámpago visos de iluminación y de belleza, tejemos con ardor imposible una delgada e inútil cuerda de arena.


Prólogo escrito por Jaime Alberto Galgani
Profesor de Literatura
Universidad Católica Silva Henríquez
Dónde encontrar el libro de Ricardo
***Librería Takk, Andrés de Fuenzalida #18, Providencia.
***Feria chilena del Libro Ltda, Huérfanos 623, Stgo.
***Librerías Catalonia Ltda., Las Urbinas 17, Providencia
*** Cecilia Palma, Manuel Montt 58, Providencia
*** Juan Albertos Jadue – Librería Quimera, Nueva de Lyon 45, Local 8, Providencia
***Miguel Concha S.A. Alferez, Real 1414, Providencia
*** Pioneros Libro Limitada, Andrés de Fuenzalida 18, Providencia
*** Servicios Comerciales Parra y Barria Ltda., Plaza de la Ciudadanía # 26, Subsuelo, Stgo

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