Intermezzo para los muertos

Otra vez lo mismo, como siempre. Las manos sobre el vientre, calmándolas de la ansiedad de salir volando con la música, de gritar con ellas hasta quedar afónica, en medio del concierto…
Visto desde afuera sería un arranque de locura sin ningún sentido. Pero ¿esto tiene algún sentido? Miro a Julián, canoso, serio, todo un caballero, amante de la música clásica, creo que de Bach aunque no estoy segura, puede ser de Haydn o de Schumann, no lo sé. La verdad, no sé de gustos musicales y es muy poco lo que sé sobre los gustos de Julián, salvo por los detalles cotidianos, triviales, de la convivencia aceptada con resignación, lo cual es un modo de decir, una manera de decir que estoy harta de la vida ordenada: a las ocho el desayuno, a las doce y media el almuerzo, los niños, la escuela, la casa que mata, el sexo porque sí, porque corresponde.
Dejo tranquilas las manos sobre el vientre y hurgo en la tela del vestido de seda -carísimo, azul oscuro, serio, refinado- buscando el bulto que asoma en mi vientre, debajo de la grasa abdominal mal disimulada, pensando que la música clásica es un aburrimiento mortal, una mierda que nutre a los cadáveres como Julián, como a otros tantos Julianes que habitan el planeta, y me veo a mí misma, no como a Nora sino como a otros cientos de Noras que habitan el planeta, aburridas de lo mismo, de decir que sí todos los días, de llevar a cuestas la cruz de la resignación, de estar sentadas como corresponde a una dama, con la necesidad de buscar a escondidas la fuente de su propio placer. Claro, tengo una casa, me dicen, una vida apacible, sin apremios económicos, en suma, una vida como cualquiera quisiera tener, y sin embargo aquí estoy, sentada en el palco del Teatro escuchando a Schumann o a Lizt, no sé, con las manos enlazadas en el vientre, calmándolas de la necesidad de salir volando, de gritar hasta quedar afónica en medio del concierto, una locura que no tiene remedio y que me mata…
Si sólo pudiera fumar. Un solo cigarrillo, uno solo. Respirar, caminar, vagar por mi mente con la tranquilidad de una ciudadana cualquiera que no tiene el menor gusto por la música clásica, que prefiere estar el cualquier otro sitio, menos aquí entre muertos, entre cadáveres como Julián, entre Noras que repiten la historia en forma cíclica, dejándose matar.
Pienso en la lluvia, en los árboles, en la calle vacía del invierno, dejándome llevar por la música, por los acordes de los violines, de la violas entrando con dulzura contenida primero y después con amargura, con dolor, desgarrando las cuerdas con un gemido que tiene algo mío, algo que también siento, como si yo misma fuera una cuerda tensada y herida por el arco, arrancándome notas olvidadas, perdidas en mi interior.
Julián aplaude como corresponde, majestuoso, apenas moviendo las palmas de las manos, ceremonioso. Algunas personas se incorporan, alargando los aplausos, gritando unos ¡vivas! amortiguados, reprimidos, queriendo aparecer satisfechos, alegres y llenos de felicidad, amando lo bueno que son para apreciar la música y lo bien que dormirán esta noche con el espíritu colmado de música, de corcheas y semitonos, de arpegios y contrapuntos… Y entre ellos Julián, aparentando indiferencia, aparentando aplomo, aparentando, siempre aparentando.
Yo también me paro, grito unos ¡vivas! sin emoción, expresando mi dolor con un aplauso que cobra vida paulatinamente mientras el fervor comienza a subir, mientras el público toma ánimo y la ovación crece, multiplicándose, aplaudiendo ya rabiosamente, algunos gritando tímidamente y luego aullando como lobos, dejándose llevar por el instinto de la masa, de lo que llaman histeria colectiva, y aplaudo, aplaudo hasta que las palmas me quedan rojas, adoloridas, pero feliz de gritar de una vez por todas, y grito ¡mierda!, grito ¡que lo maten!, grito ¡abajo los violines, arriba las violas!, grito ¡muerte a los directores!, grito ¡perros de mierda!, grito y grito hasta que las cuerdas vocales se me dañan, y me dejo caer exhausta en la butaca, vacía, sin vida, desgarrada y perdida. Julián también se pone de pie y ahora grita, sumándose al público, pero con una voz débil, temerosa, tan imbécil como nunca, y pienso al demonio, mañana pido el divorcio, no importa lo que venga luego, y la voz de Carolina de la otra pieza llamándome, mamá, mamá, quiero ir al baño, y Camilo que no quiere sopa, que la nana está de vacaciones, que hay un montón de ropa que planchar, que hay que pagar la mensualidad, la luz, el agua, que hay que madrugar para hacer las cosas de siempre, tener el desayuno a tiempo, el almuerzo, la comida…
Me dejo caer en la butaca, muerta, y pienso que soy también un muerto, un muerto entre tantos muertos, un muerto más, un muerto nada más.


Escrito por Bernardo Astudillo
Bernardo es colaborador de revistas como Caballo Negro y La Mancha, publicando artículos de cine. En el 2005 aparece su primer volumen de cuentos llamado El tiempo invertido y otros relatos. "Intermezzo para los muertos" aparece en su segunda recopilación de relatos llamada La isla de los muertos que incluye cuentos escritos entre el 2005 y 2006.

Comentarios

Anónimo dijo…
Grande mi Berni...gracias al Puñal por poner en vitrina a este gran autor y persona...Besos a todos
Anónimo dijo…
Este es uno de los buenos cuentos escritos por Bernardo en que, con mucho acierto, puede desarrollar un personaje femenino y hablar por medio de él.
No es para nada fácil aquello... recuerdo a Carla, otra protagonista de otro de sus relatos y alabo en él el talento que despliega para con el íntimo femenino, sus temores y sus contradicciónes.
Felicitaciones.

Amanda

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