UNA DE DETECTIVES
Por Rodrigo
Eran las 10 de la mañana -el cielo estaba oscuro, pues llovía y las nubes tapaban el escaso sol de aquel invierno- y aún no había descifrado el criptograma enviado por la agencia a su domicilio en Pomaire. Raúl Cabañas Wesley, artesano, era el mayor experto latinoamericano en mensajes cifrados. Había participado en cuanto organismo de seguridad se fundara en el cono sur de América. Obviamente, su fama estaba restringida al estrecho y tenebroso círculo de iniciados en las operaciones de seguridad nacional. Nacido en esta región, Cabañas creció rodeado de cántaros de greda, jarrones y vasos que sus padres elaboraban a partir del torno que giraba sin cesar día y noche. Nadie sabe cómo fue reclutado ni cuándo su vida tomó ese giro. Sus vecinos lo recuerdan como un niño despierto y que tenía habilidad con los números.
Cabañas sabía que su pellejo colgaba de un hilo. Se limpió el sudor con un trapo de limpieza Sóliman. Luego de retirarse del servicio activo, había buscado refugiarse nuevamente en los cerros de su infancia. Allí intentaba olvidar, dedicándose a la producción de cacharros. Sentado en una minúscula silla, trabajaba la greda con las manos enlodadas. Una artesana le había enseñado la manera antigua, sin torno, elaborando cada pieza con dedicación exclusiva. De vez en cuando ponía música en la radio que había sido de su madre. Los únicos cassettes que tenía eran de bossa nova y la Nueva Canción Chilena. Con el tiempo pudo tolerar el portugués, una lengua incomprensible para Cabañas, como también las letras revolucionarias contra las cuales se luchaba en la oficina.
Sin embargo la tarde del sábado supo inmediatamente que el auto estacionado frente al portón no pertenecía a un turista en busca de la artesanía. Un sujeto joven, de terno gris y anteojos oscuros se bajó del auto. Lo seguía un policía de civil quien llevaba un grueso baúl con cerradura electrónica. Era Eugenio Rocamor, detective de la Brigada de Homicidios de Santiago. Lo conoció luego de que los ratis solicitaran la colaboración del Departamento de Criptografía de la agencia, para esclarecer el caso de los sicópatas violadores de Quilicura.
-Si prefiere, le puedo mostrar las fotos.- Cabañas recuerda las palabras cautelosas de Rocamor en el pasillo de la morgue de Santiago, pero lo rechaza con un encogimiento de hombros.
-He visto y hecho cosas peores -y mientras sonreía le mostró sus colmillos artificialmente afilados. Seguro que al rati le recorrió la gota fría es noche, pero no lo demostró. Cuando entraron en el cuarto, los cadáveres de las víctimas yacían destapadas. Decían que los sicópatas efectuaron extraños rituales sobre las víctimas antes de morir. En las suturas abdominales estaban trazados números y signos extraños.
Trabajaron durante cinco meses en el caso, instalados en las oficinas de la prefectura. Sobrevivían la noche en base a pedidos de pizza, cerveza Quilmes y café. Finalmente los sicópatas fueron acribillados afuera del Teletrak de Independencia. Pero eso fue hace siete años, tiempo suficiente para quebrantar las frágiles lealtades pripias del mundo de la inteligencia nacional.
Quitó sus cacharros de greda de la mesa, puso unas sillas y sacó cervezas heladas del refrigerador.
-Te trajimos lo que nos pediste, cabrón -el hombre del terno gris levantó sus piernas y las apoyó sobre la mesa. -Yo creía que eras el mejor. Al menos eso nos contaron los jefes.
-Escuchaste bien, y estaría bueno que les hicieras caso a personas que llevan más tiempo en el negocio.
-Pa qué querí el laptop entonces, pa jugar soliario? Venir a mandarme a mí a este pueblo de mierda a cuidar a un viejo chocho....
Cabañas Wesley pescó el jarrón de greda más grande de la mesa y, antes que el agente se diera cuenta de sus intenciones, giró rápidamente le descerrajó el cráneo. El jarrón reventó en mil pedazos mientras el agente se iba hacia atrás con silla y aterrizaba en el suelo. Rocamor que presenciaba la escena con venial indiferencia tuvo que hacer una verónica para que los pedazos no le mancharan el pantalón.
-Nadie me falta el respeto, saco de huevas. -y con eso lo pateó en los testículos y le tiró un escupo en la cara ensangrentada.
-Fue una lástima por el cacharrito. Te lo hubiera comprado.
-¿Encontraste la voz al fin, Rocamor?-. Los dos se contemplaron unos segundos, luego se rieron y se dieron la mano.
Cabañas sabía que su pellejo colgaba de un hilo. Se limpió el sudor con un trapo de limpieza Sóliman. Luego de retirarse del servicio activo, había buscado refugiarse nuevamente en los cerros de su infancia. Allí intentaba olvidar, dedicándose a la producción de cacharros. Sentado en una minúscula silla, trabajaba la greda con las manos enlodadas. Una artesana le había enseñado la manera antigua, sin torno, elaborando cada pieza con dedicación exclusiva. De vez en cuando ponía música en la radio que había sido de su madre. Los únicos cassettes que tenía eran de bossa nova y la Nueva Canción Chilena. Con el tiempo pudo tolerar el portugués, una lengua incomprensible para Cabañas, como también las letras revolucionarias contra las cuales se luchaba en la oficina.
Sin embargo la tarde del sábado supo inmediatamente que el auto estacionado frente al portón no pertenecía a un turista en busca de la artesanía. Un sujeto joven, de terno gris y anteojos oscuros se bajó del auto. Lo seguía un policía de civil quien llevaba un grueso baúl con cerradura electrónica. Era Eugenio Rocamor, detective de la Brigada de Homicidios de Santiago. Lo conoció luego de que los ratis solicitaran la colaboración del Departamento de Criptografía de la agencia, para esclarecer el caso de los sicópatas violadores de Quilicura.
-Si prefiere, le puedo mostrar las fotos.- Cabañas recuerda las palabras cautelosas de Rocamor en el pasillo de la morgue de Santiago, pero lo rechaza con un encogimiento de hombros.
-He visto y hecho cosas peores -y mientras sonreía le mostró sus colmillos artificialmente afilados. Seguro que al rati le recorrió la gota fría es noche, pero no lo demostró. Cuando entraron en el cuarto, los cadáveres de las víctimas yacían destapadas. Decían que los sicópatas efectuaron extraños rituales sobre las víctimas antes de morir. En las suturas abdominales estaban trazados números y signos extraños.
Trabajaron durante cinco meses en el caso, instalados en las oficinas de la prefectura. Sobrevivían la noche en base a pedidos de pizza, cerveza Quilmes y café. Finalmente los sicópatas fueron acribillados afuera del Teletrak de Independencia. Pero eso fue hace siete años, tiempo suficiente para quebrantar las frágiles lealtades pripias del mundo de la inteligencia nacional.
Quitó sus cacharros de greda de la mesa, puso unas sillas y sacó cervezas heladas del refrigerador.
-Te trajimos lo que nos pediste, cabrón -el hombre del terno gris levantó sus piernas y las apoyó sobre la mesa. -Yo creía que eras el mejor. Al menos eso nos contaron los jefes.
-Escuchaste bien, y estaría bueno que les hicieras caso a personas que llevan más tiempo en el negocio.
-Pa qué querí el laptop entonces, pa jugar soliario? Venir a mandarme a mí a este pueblo de mierda a cuidar a un viejo chocho....
Cabañas Wesley pescó el jarrón de greda más grande de la mesa y, antes que el agente se diera cuenta de sus intenciones, giró rápidamente le descerrajó el cráneo. El jarrón reventó en mil pedazos mientras el agente se iba hacia atrás con silla y aterrizaba en el suelo. Rocamor que presenciaba la escena con venial indiferencia tuvo que hacer una verónica para que los pedazos no le mancharan el pantalón.
-Nadie me falta el respeto, saco de huevas. -y con eso lo pateó en los testículos y le tiró un escupo en la cara ensangrentada.
-Fue una lástima por el cacharrito. Te lo hubiera comprado.
-¿Encontraste la voz al fin, Rocamor?-. Los dos se contemplaron unos segundos, luego se rieron y se dieron la mano.
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