Cuadro del nuevo mundo
Escrito por Rodrigo Suárez
La carta del obispo era precisa, sin embargo Juan Escóiquiz no deseaba poner un pie en la ribera ni entrar en ese villorrio hundido en el barro, pero ya habían trasladado su equipaje a tierra. Contempló el cofre que lo esperaba en el muelle y sus cejas se fruncieron. La llovizna había humedecido el hierro.
Con cuidado, ya que era fácil resbalarse, bajó la rampa, pero antes de pisar tierra firme, el viento se aburrió de mecer la barcaza y lo sorprendió por la retaguardia. La sotana se hinchó como una vela y el sacerdote, impulsado súbitamente hacia la ribera, dio un salto para esquivar los bultos, dándose en las canillas con el borde del cofre. Cayó de boca sobre el lodo. Mientras se limpiaba, buscó furioso al indio que había puesto sus cosas en tal lugar, pero ya se había escabullido. Notó que se estaba mojando él también. Agarró la encomienda por las cuerdas y la arrastró hasta su cobertizo. La había embarcado en Sevilla hace tres meses. Hubiera arrojado el traste por la borda, sin embargo las promesas no se rompen.
Al fin pudo refugiarse de la lluvia bajo el toldo de madera. El carruaje lo pasaría a buscar para llevarlo a las misiones. Estaba cansado y no había asientos en la terraza. No había nadie a la vista. Solamente los indios, caballos y perros con la piel empapada. En Castilla, el duro sol habría brillado en los arcos y calentado las piedras. Estaría descansando bajo la sombra de los naranjales. Aquí todo estaba hecho de madera consagrada al fuego o a la humedad. El Padre trató inutilmente de ubicar la iglesia. En estas tierras, simplemente no duran. Llovía y el calor era sofocante. Un inusual sopor lo embargó y el paisaje se diluyó en el aguacero. Tiene la impresión de que la ribera se desprende de la barcaza, mientras el barco permanece inmóvil. Pronto el puerto de Buenos Aires atracaría en él. Arregló las cuerdas que sujetaban el cofre. Había pasado más de media hora y el sol comenzaba a romper las nubes sin que dejara de llover. En España, nunca vio caer tanta agua. La luz no moría fácilmente en su parroquia.
La carta del obispo era precisa, sin embargo Juan Escóiquiz no deseaba poner un pie en la ribera ni entrar en ese villorrio hundido en el barro, pero ya habían trasladado su equipaje a tierra. Contempló el cofre que lo esperaba en el muelle y sus cejas se fruncieron. La llovizna había humedecido el hierro.
Con cuidado, ya que era fácil resbalarse, bajó la rampa, pero antes de pisar tierra firme, el viento se aburrió de mecer la barcaza y lo sorprendió por la retaguardia. La sotana se hinchó como una vela y el sacerdote, impulsado súbitamente hacia la ribera, dio un salto para esquivar los bultos, dándose en las canillas con el borde del cofre. Cayó de boca sobre el lodo. Mientras se limpiaba, buscó furioso al indio que había puesto sus cosas en tal lugar, pero ya se había escabullido. Notó que se estaba mojando él también. Agarró la encomienda por las cuerdas y la arrastró hasta su cobertizo. La había embarcado en Sevilla hace tres meses. Hubiera arrojado el traste por la borda, sin embargo las promesas no se rompen.
Al fin pudo refugiarse de la lluvia bajo el toldo de madera. El carruaje lo pasaría a buscar para llevarlo a las misiones. Estaba cansado y no había asientos en la terraza. No había nadie a la vista. Solamente los indios, caballos y perros con la piel empapada. En Castilla, el duro sol habría brillado en los arcos y calentado las piedras. Estaría descansando bajo la sombra de los naranjales. Aquí todo estaba hecho de madera consagrada al fuego o a la humedad. El Padre trató inutilmente de ubicar la iglesia. En estas tierras, simplemente no duran. Llovía y el calor era sofocante. Un inusual sopor lo embargó y el paisaje se diluyó en el aguacero. Tiene la impresión de que la ribera se desprende de la barcaza, mientras el barco permanece inmóvil. Pronto el puerto de Buenos Aires atracaría en él. Arregló las cuerdas que sujetaban el cofre. Había pasado más de media hora y el sol comenzaba a romper las nubes sin que dejara de llover. En España, nunca vio caer tanta agua. La luz no moría fácilmente en su parroquia.
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