La Dueña del Cerro | Odilón Moreno Rangel, México

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Otuzco, Daniel Cotrina, Acuarela

Desde que nació mi hijo Tlakaelel he tenido estos sueños. Los sueños, aunque tienen algunas variaciones, tratan fundamentalmente de lo mismo. En el sueño me veo caminando sobre una cuesta. Es una pendiente demasiado inclinada. Me rodea el intenso y palpitante verdor de una exuberante vegetación. El calor es tan penetrante como el verdor del lugar. Los lengüetazos del sol por momentos no me dejan respirar, casi me consumen. El escenario del sueño me recuerda la subida a San Gerónimo, en San Bartolo Tutotepec, de hecho, podría jurar que se trata del mismo lugar. Debido a mi trabajo, en repetidas ocasiones he caminado por allí, lo conozco a la perfección. En la realidad, el panorama es simplemente alucinante. Es como si uno llegara a donde la naturaleza brilla a borbollones y no se vislumbra ni de lejos la presencia humana. Allí, uno se vuelve a sentir vivo, sientes latir el corazón de la vida. La energía, las ganas de vivir, te empapan, te sacuden y empiezas a creer que no hay qué pueda detenerte.
 
En el sueño voy llegando a la cúspide de un cerro. Al estar en la parte más alta, miro una serpiente de tamaño descomunal que brota del otro lado. Me impresiona de sobre manera su presencia. Tardo en encontrar en mi memoria una referencia de ella para poder otorgarle un significado. Aparece en mi mente una lámina de un códice prehispánico. Luego miro al animal. Su cabeza queda suspendida en el aire por un momento. Su piel está constituida por miles de laminillas de piedra verde ordenadas de manera magistral. Trae un largo plumaje alrededor del cuello de color rojizo que se torna gradualmente a un verde más intenso que el de la piel. Parece una fusión entre serpiente y ave. Su rostro es feroz. Está montada por un portentoso guerrero ataviado de manera similar de los que aparecen en los murales de Cacaxtla: hombre delgado, moreno, con yelmo de jaguar, y en actitud de combate. Alrededor de los ojos, los labios y parte de los pómulos, tiene pintado franjas de color negro. Con una mano controla la montura y en la otra blande un madero con incrustaciones de obsidiana.

El jinete me mira por un instante, luego la fiera deja salir de sus fauces un estremecedor rugido y avanza. El animal se mueve ágilmente. El miedo se me impregna hasta el fondo de mis huesos. No puedo moverme. Escucho el silbido del desplazamiento del animal. En ese momento la luz solar me da directamente en la cara, me deslumbra. Por un instante pienso que voy a perder la tranquilidad. Me controlo. Aguardo para recuperar la visión y ver a dónde se dirige la serpiente con su jinete. Los destellos de luz dejan de herirme, vuelvo a enfocar lo que sucede. El animal se dirige vertiginosamente hacia mí. Siento como me va lamiendo la piel el rugido de la serpiente. El instinto de conservación, me sacude violentamente. Doy la media vuelta e inicio la carrera. Me interno en lo más tupido del follaje. Siento el bufido de la bestia detrás de mí. Escucho cómo van tronando los árboles a su paso. El vaho de los belfos de la serpiente me abraza la nuca. Los gritos del guerrero me zarandean el corazón. Pienso que de un momento a otro la serpiente me va a tomar entre sus fauces y me partirá en dos. Entonces me despierto, hasta aquí el sueño. No pasa más, en ningún sueño pasa más.

Estoy en Pachuca, capital del estado de Hidalgo. Estoy en el comedor de mi casa. Desayuno fruta de la temporada y leche sin lactosa que a fuerza del tiempo me sabe deliciosa. Son las cinco de la mañana. Frente a mí, la computadora portátil. Tengo abierta un par de ventanas en el internet. Una de ellas es el correo electrónico; la otra
una red social. Mando adjuntos algunos reportes de trabajo de campo al correo de mi jefe. Trabajo en el Consejo Nacional de Educación Rural, soy un asesor pedagógico. En la red social comento mi próximo viaje a una localidad rural y marginada. Voy a una localidad  que se llama El Ocotal del municipio de Huehuetla. Las personas de esa región son otomíes. En la cabecera municipal hay Tepehuas. Voy a visitar un centro escolar para dar seguimiento a un programa educativo de educación básica.

Termino de desayunar. Cierro los programas y apago la computadora. Entro a la recámara donde duerme mi esposa y mi hijo. Me despido de ellos en silencio. Tomo mi mochila. Dentro sólo traigo una muda de ropa y el móvil con sus accesorios. Salgo de la casa. Detengo un taxi y le digo al chofer que me lleve al Paradero de autobuses hacia Tulancingo. Luego abordo el autobús a Tulancingo. Pienso en el sueño. Pero también pienso en Tlakaelel. Acaba de nacer y es necesario purificarlo. Algunas señoras me han platicado que cuando el bebé no está bautizado corre peligro de muerte. Las señoras de la noche lo acechan para comer su sangre. En el día estas señoras parecen gente común y corriente. Pero a la media noche encienden un fogón, se quitan las piernas y las dejan a un lado. Después se convierten en unas repulsivas aves que salen a buscar neonatos. Vuelan en el murmullo de la noche. Cuando localizan un bebé, se paran en el techo del cuarto donde duerme la criatura, abren su maltrecho pico y exhalan su maléfico vaho. De esa manera sujetan a los padres en un sueño pesado del que no podrán salir hasta que ella no haya consumado su maldad. Pero hay formas de proteger al niño en tanto se le purifica. Mi esposa y yo colocamos una tijera de metal debajo de la almohada en la que recarga su cabeza Tlakaelel para dormir. También ponemos una cruz de sal en la ventana. Todo ello para impedir el ingreso de la perniciosa ave.

Llego a la central de autobuses de Tulancingo. Tulancingo es una palabra de origen náhuatl, significa atrás de los tules. En Tulancingo hay un sitio arqueológico que se llama Huapalcalco. Según documentos históricos allí vivió Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl, el gran señor uno caña serpiente emplumada. Me pregunto si esto tendrá relación con mi sueño. También me pregunto quién podrá ser el padrino o madrina de purificación de mi hijo Tlakaelel. Saco de mi mochila el móvil. Abro un archivo de procesador de texto. Reviso mis notas para trabajar en la escuela. Salgo de la central de autobuses y me dirijo al sitio del transporte Otomí-Tepehua. Pido un boleto hacia El Ocotal. En cinco horas estaré en la localidad. Subo al camión. Ocupo un asiento disponible. En media hora arrancará el camión. Observo unos momentos a las personas que están a mi alrededor. He hecho esto en todas las ocasiones en que he viajado a esta región. Las personas, sus atavíos, sus olores, su lengua, es notablemente distinto a las personas que veníamos de Pachuca a Tulancingo. Siempre me ha maravillado cómo para la relativa poca distancia que hay entre Pachuca y Huehuetla, se emplea una cantidad de tiempo importante para llegar de un lugar a otro, pero a la vez en esta breve distancia y largo tiempo de travesía, hay una gran diversidad cultural. Cambian los paisajes culturales, la vegetación, los transportes, las lenguas. Si uno saber ver el, la recorrido es simplemente alucinante. Tomo otra vez el móvil. Abro la aplicación de procesador de texto y anoto unas cosas de las que he observado.

El chofer enciende la máquina. Se escucha un ronco rugido. Se siente una vibración que cala hasta los huesos. Inicia el trayecto a la sierra Otomí-Tepehua. Vuelvo al sueño. Los sentimientos que me causa este reiterado sueño, son contradictorios. Primero me siento embriagado de fascinación por el lugar, el animal y el guerrero. El sueño se asemeja tanto a la realidad que al despertar me cuesta trabajo adecuarme a mi otra realidad. Pero también al evocarlo, me sobrecoge un palpitante miedo que me culebrea por las venas en todo el día. Es el mismo miedo que experimento en mi sueño cuando creo que el reptil me trozará el cuello. Desde que sueño el sueño, no paro de evocarlo, de revivirlo. A mis amistades y familiares, les he relatado en repetidas ocasiones mi aventura onírica.

Pienso que tal vez mi sueño tiene que ver con lo que me han contado sobre las serpientes, en las diversas localidades a las que he viajado. Cuando estoy en la sierra, ya sea con los nahuas de la Huasteca hidalguense o con los otomíes de El Valle del Mezquital o de la sierra Otomí-Tepehua, no puedo evitar pensar en las serpientes, en la mahuaquite y la cascabel en particular. Los señores de las localidades de estas regiones, me han platicado una gran variedad de anécdotas de ataques de estas serpientes. En La comunidad de El Pescado, municipio de Chapulhuacan, me comentaron que cuando te encuentras en el camino a la mahuaquite, el réptil se alza, se yergue, y te persigue enfurecida. Una vez que te alcanza te muerde repetidas ocasiones, y en cada una de ellas, inyecta su veneno hasta acabar contigo. El animal ataca sin provocación alguna. Me dijeron que en una ocasión un señor fue a nadar a una poza de agua. Al llegar al lugar amarró su caballo a un árbol, se quitó la ropa y se aventó al agua. Al salir a la otra orilla, al asomar la cara, una mahuaquite lo mordió en el rostro, y hasta allí llegó su vida.

Me acuerdo de un cuento que escribió mi amigo Ricardo acerca de un escamolero –el escamolero es una persona que se dedica a sacar larvas de una hormiga que se conoce como escamol. Estas larvas son parte de la dieta de las personas de algunas localidades del Valle del Mezquital, y un bocadillo ambicionado y costoso– y su mal destino con una serpiente de cascabel, así como la suerte de mi amigo. En el cuento, un escamolero al estar escarbando en un hormiguero para sacar la hueva, se da cuenta de que hay una serpiente de cascabel con sus crías. Mata a la serpiente y a las sus crías, excepto una, a la que deja, precisamente, sin cascabel. Pasado unos años, en otro día de trabajo, el escamolero al estar hurgando en un hormiguero para sacar escamoles –le urgía para venderlos porque tenía a su hija enferma–, se topa con la muerte. Irónicamente lo mordió aquella serpiente que dejó sin cascabel.

Poco tiempo después de que Ricardo terminó el cuento, sufrió un grave percance. El camión de pasajeros en el que viajaba se volcó. Se encontró al borde de la muerte. Durante su convalecencia, su hermano le dijo que por fin se había topado con su miedo. Ricardo le contestó:

–¿Las serpientes? –dijo extrañado Ricardo.

–Si –confirmó su hermano–. Siempre te la pasas hablando de ellas y de lo peligrosas que son.

–¿Cómo? Si este fue un siniestro en carretera –dijo Ricardo.

–La carretera es la serpiente, en ella ibas hasta que te agarró –explicó su hermano.

Es interesante la asociación que hace el hermano de Ricardo entre la carretera y la serpiente. Una carretera es tan sinuosa como el movimiento de una serpiente. Son las nueve de la mañana. Vamos llegando a Santa Ana Hueytlalpan. Después pasaremos por la desviación a Agua Blanca, en adelante empezaremos a encumbrar para la sierra Otomí-Tepehua. Primero pasaremos Agua Zarca, luego la entrada a Santa Mónica y después por Tenango de Doria. Me acuerdo de que en Tenango de Doria un mayordomo de la fiesta patronal de la localidad de San Nicolás me enseñó un lugar sagrado a la orilla del camino que va de la cabecera municipal a esta localidad, a la altura de un lugar que laman Los Cirios, precisamente porque hay unas formaciones de arenisca que parecen cirios. El sitio estaba cubierto por la vegetación. Después de que lo vimos, le pregunté sobre el propósito del lugar. Me contestó que era para evitar que el malo ocasionara accidentes en el camino. Entonces vienen a mi mente varias imágenes de los santuarios de la Virgen de Guadalupe que están en las carreteras. Sé que están en los lugares más peligrosos para evitar accidentes mortales. Sonrío por la semejanza que encontré.

Vamos pasando por un lugar que se llama El Estribo, está antes de la entrada a Santa Mónica. Faltan algunos minutos para llegar a Tenango de Doria. El Estribo es un sobrecogedor acantilado. La carretera apenas muerde la cima del cerro para detenerse. Hay algunas referencias históricas se menciona que a finales del siglo XIX, durante la invasión francesa, los otomíes atacaron y lograron hacer retroceder a algunos militares franceses. El lugar del ataque fue en lo que hoy se conoce como el estribo. Desde las alturas los otomíes dejaron caer rocas para detener el avance de los invasores. Me asomo por la ventanilla del camión. Aprecio el verdor de los cerros. A pesar de que he viajado en numerosas ocasiones a esta región, no pierde su palpitante frescura. Llovizna. También hay una majestuosa neblina que por momentos cubre los cerros. Parece que volamos entre las nubes.

Pasa el tiempo. Hace diez minutos que dejamos atrás Tenango de Doria. Empezamos a bajar la pendiente. En el móvil no tengo señal. Abro el procesador de texto y registro mis anteriores reflexiones. Miro otra vez hacia fuera. La neblina ya no está, pero si la llovizna. Me acuerdo de que José, un curandero Otomí que vive en la cabecera municipal de Huehuetla, me dijo que los accidentes mortales que suceden en los caminos son el cobro que hace la Dueña del Cerro. Ahora viene a mi mente lo que las personas de ciertas localidades me han reatado sobre los caminos y la Dueña del Cerro. Los señores dicen que cuando se va a hacer un camino, se molesta de alguna forma a la Tierra Santa. Se le molesta porque se abre la tierra y se quitan plantas y árboles. Por esta molestia, dicen ellos, se le tiene que dar su pago a la Dueña del Cerro, de otra manera no hay modo de terminar la obra. Se dice que el pago es por lo regular una vida humana. Un anciano nahua de la localidad de Tlalchiyahualica, municipio de Yahualica, me relató que cuando se estaba haciendo la carretera que pasa por Tlanchinol se les apareció a los trabajadores la Dueña del Cerro y les dijo que no iba a pasar el camino si no le daban de comer y le hacían su costumbre. Los señores le preguntaron qué era lo que deseaba. Ella les contestó que vidas humanas, pero los trabajadores se negaron. De allí en adelante no avanzó la construcción de la carretera. Las máquinas se descomponían o había derrumbes en las brechas que acababan de abrir. El ingeniero que dirigía la obra no sabía qué pasaba, pero los trabajadores sí.

A tanto que no había progreso en la construcción, el ingeniero resolvió amenazar con despedir a algunos trabajadores si no había avance porque pensaba que ellos eran los responsables del atraso. Los señores tuvieron miedo de perder su trabajo y decidieron darle su comida a la Dueña del Cerro y hacerle su costumbre. Prepararon un accidente para que se satisficiera la Dueña del Cerro. Arreglaron para que un camión con gente cayera al barranco. Después del “accidente” en el que no hubo sobrevivientes, los trabajadores fueron a la cima del cerro a hacer la costumbre a la Dueña del Cerro. Llevaron comida, velas y música. Según el anciano, después de haber complacido a la Dueña del Cerro, no se volvió a descomponer ninguna máquina ni a caerse la tierra en el camino, se terminó la obra sin ningún otro contratiempo.

Sé que soy andador de caminos como igual lo es Ricardo, viajo constantemente entre los cerros. Pienso que si la carretera o los caminos son como una serpiente, como dice el hermano de Ricardo, y de que el usar la carretera implica que se debe hacer un pago, quizá mi sueño con la serpiente que me ataca signifique que la Dueña del Cerro me está avisando que llegará la hora de mi pago. Ricardo ya pagó con alguna parte de su cuerpo, falto yo. Llegamos a la desviación para la localidad de Santa María Temazcalapa. A lo lejos se ve el manchón de casas de la cabecera municipal de San Bartolo Tutotepec. Faltan dos horas para que llegue a El Ocotal. Desde hace siete años que conozco la sierra Otomí-Tepehua. Es un lugar de difícil acceso. Ha sido lugar de refugio de los otomíes después del proceso de colonización español, Pero a pesar de su complicada orografía, siempre me ha gustado. Pienso que el atractivo de la región está precisamente en su topografía. Algunos compañeros de profesión que conozco, no se animan a trabajar por acá. Ellos prefieren la ciudad, las comodidades del medio urbano. Cuando les dije que estaba trabajando en esta región, me dijeron que no estaba en mis cabales. No me importa lo que digan. Acá me siento a gusto y eso es lo importante.

Entrando a Temazcalapa dejamos la carretera de asfalto. Ahora el camino es de terracería. Vamos trepando otros cerros. Sé que antes de llegar al Ocotal vamos a pasar por Cerro chico, San José del Valle, Los Planes, San Isidro la Laguna, San Francisco la Laguna, Progreso y La Loma del Ocotal. Pasa el tiempo. El sol cobija el verdor de los cerros. La paz del paisaje es reconfortante. Sólo escucho el tronido monótono de los fierros oxidados que conforman el autobús. No más oigo cómo va culebreando el armatoste por la orilla del cerro. Me asomó por la ventanilla y los ojos se me anegan del soberbio verdor, se me humedece el alma. Me siento bien. Me siento feliz. A lo lejos se ven acoplados los montes como si fueran moles indestructibles, inamovibles. Pero conforme vamos avanzando, se ve como que los cerros se están haciendo a un lado para engullirnos despacio. Miro para enfrente. El camino va mordiendo el filo del cerro.

Luego me imagino que estoy platicando contigo. Pienso que te estoy diciendo que iba por un cerro verde de vueltas interminables. Miro tus ojos tiernos y tu piel recién hecha. Te cuento que en ese momento me empieza a hablar la Dueña del Cerro. Me dice: “Hijito mío, va siendo hora de mi hambre, tengo que comer. Necesito de ti.” Entonces pienso que te digo que pensé una vez más en Ricardo y su cuento, la serpiente de mi sueño y el pago. Te veo en mi mente con tu mirada asombrada escucharme decir que viajar por los caminos de estos cerros es como ir montado en una serpiente, el camino es la serpiente. Parece que vamos culebreando por los cielos porque hacia abajo está el abismo y si estiro la mano toco las nubes.

Después pienso que te digo cómo le contesto a la Dueña del Cerro: “Pues cómo va a ser que te dé comer mi cuerpo. ¿No sabes que tengo a mi pequeño Tlakaelel y a su mamá? ¿Qué va a ser de mi retoño, si no estoy con él?” Luego imagino que te digo que la Dueña del Cerro como que se enoja y me dice: “Allí está su mamá, que se ocupe ella.” “No seas mala. Te hago una costumbre, pero déjame con mi cría”, te digo que así le contesto a la señora. Luego ella me dice: “Para qué quiero una costumbre tuya, si mis hijos otomíes me hacen mi costumbre constantemente. Mejor déjame a tu hijo de ahijado, dile que soy su madrina para que él ande diciendo quién soy por donde vaya.” “No cómo crees que te voy a dejar a mi hijo.” “No quieres perder. Así no nos vamos a arreglar. Si no quieres hacer lo que te digo entonces te voy a echar a mi boca.”
Pienso que te digo que me quedé pensando en lo que imaginé que me dijo la Dueña del Cerro. Entonces me acuerdo de lo que me platicó un joven de la localidad de Tlalchiyahualica. Me dijo que hasta hace algunos años algunas personas llevaban a sus hijos recién nacidos a presentar a un cerro para que fuera como su protector, que lo cuidara durante la vida y tuviera salud. Era como su padrino. También me dijo que otras personas llevaban a sus hijos al tzacual que está en la orilla de la comunidad –el tzacual es la ruina de un templo prehispánico– para que igual fuera como su padrino. Igual me comentó que para estas personas el cerro y la ruina eran lo mismo, o sea, la ruina es como un cerro. Entonces pienso que cuando purifiquemos a Tlakaelel, la Dueña del Cerro puede ser mi su madrina. Pero siento un poco de temor debido a lo que me han contado de ella.

Escucho cómo va trabajosamente avanzando el camión, siento cómo le van crujiendo los fierros. Vamos pasando las últimas casas de San Francisco la Laguna. Luego me va a revolotear en los oídos un tronido que ahoga los sonidos monótonos del viaje. Un frío sorpresivo me va a morder la piel del cuerpo. Me incorporo de mi asiento. Quiero ver lo que supongo está pasando. Me dirijo al otro lado del camión. Me asomo por la ventanilla y miro cómo se van rodando de lo alto del monte unas piedras enormes. Veo cómo van detrás de nosotros, como si nos estuvieran persiguiendo. Un temblorcillo violento me recorre la piel. Me olvido de que me estoy imaginado que te invento una historia de la Dueña del Cerro. Lo señores mayores, las señoras y unos niños que van en el transporte, empiezan a gritar. Se suelta el asfixiante olor de miedo a morir.

Escucho una voz de mujer como si fuera agua que escurre: “Dame a tu hijo de ahijado” Volteó a buscar el origen de la voz. No lo encuentro. Vuelvo a escuchar la petición. Pienso en la invención de la historia de la Dueña del Cerro que te estaba formulando. Escucho por tercera vez la petición de la Dueña del Cerro. Pienso con temor que en verdad se trata de la Dueña del Cerro. Las piedras siguen cayendo, casi nos alcanzan. Entonces le grito a la Dueña del Cerro: “¡No te puedo dar a mi hijo! ¿Qué otra cosa te puedo ofrecer?” No oigo la contestación. Sigue el tronido de piedras detrás de nosotros. Le grito al chofer que acelere. Miro cómo el miedo a morir va carcomiendo el rostro de la gente. Le insisto a la Dueña: “¿Qué otra cosa te puedo dar?” Nada, no se detiene el ensordecedor tronido de piedras. El camión va deprisa. Pasamos una curva, casi nos salimos del camino. Las piedras se siguen rodando. Por tercera vez le grito a la Dueña del Cerro, le digo: “¿Para qué quieres a mi hijo?” “No tengas miedo. No Sólo hago mi cobro porque usan mi falda las personas para ir de un lado a otro. También en mi corazón están las riquezas. Mi corazón está en cada una de las cuevas que hay en cada una de mis casas. Todos los cerros son mi casa y en todos estoy. Si tu hijo visita mi corazón, no le faltaría cosa alguna en su vida. Él viajará más que tú, más lejos y dirá quién soy. Si tú sigues negándote, te llevaré a mis barrancos. Enséñale a tu hijo a creer en mí, déjamelo de ahijado”, me contesta la Dueña del Cerro.

Vamos asomándonos al lomo de un cerro, vamos saliendo de él. Si alguien nos viera por enfrente, pareciera que estamos brotando del cerro. Luego pienso que ninguna persona puede escapar de su destino. Mi pago es ser compadre de la Dueña del Cerro. Le grito que sí a la Dueña del Cerro. Le digo repetidas veces que haré lo que me pide; que le dejaré a mi hijo para que crea en ella y ella lo cuide como su ahijado. Las piedras dejan de caer en el camino. Dejamos atrás el montón de piedras, el tronido incansable y el temor a morir. Se detiene bruscamente el camión en la cumbre del cerro. Nos sentimos a salvo. Me acuerdo de mi sueño. Me digo que el camino es como la serpiente que iba asomándose en el cerro en mi sueño y que la serpiente es la que hace efectivo el cobro que demanda la Dueña del Cerro.

Nos bajamos del camión para ver qué pasó. Vemos el derrumbe. Todavía estamos agitados. Las señoras están llorando. Los niños están espantados, los señores echan maldiciones. Unos dicen: “De seguro fue la Dueña del Cerro. A de querer costumbre.” Entonces sé qué los demás pasajeros no escucharon lo que platicamos la Dueña del Cerro y yo. En mis adentros digo que por el momento no va a ser necesario hacer costumbre porque ya hice el pago. Luego pienso que van a tardar un buen tiempo el personal de la presidencia municipal para limpiar el camino. Otra vez evoco mi sueño, el cuento de Ricardo, el pago y lo que me pidió la Dueña del Cerro. Pienso que en mis sueños mi comadre me estaba avisando que tenía que hacer mi pago. Ahora somos compadres. Luego pienso en Tlakaelel. Llegando a casa le voy a platicar quién es su madrina, quién lo va a cuidar durante su vida. Tomo el móvil y preparo el modo de cámara. Capturo algunas imágenes del derrumbe y de la gente. Las subiré a la red social en la que estoy. Luego abro el procesador de texto y escribo sobre mi experiencia en este último viaje.

Odilón Moreno Rangel. Nací (1972) y resido en Pachuca, Hidalgo, México. Mi último grado académico es maestro en Ciencias de la Educación por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Actualmente me desempeño como profesor de una institución de educación superior especializada en la formación docente. He participado en diversos congresos nacionales e internacionales con investigaciones educativas y de religiosidad popular. Mi obra literaria publicada se encuentra en revistas electrónicas como Letralia, Resonancias, Remolinos, Sol y Luna y Ariadna.

Daniel Cotrina Rowe. Pintor (Cajamarca, Perú) con exhibiciones dentro del Perú; y en países como: Estados Unidos, Alemania, Brasil, Ecuador, Chile. Su obra es parte  de la colección del Museo de la Solidaridad Salvador Allende en Chile y  colecciones privadas como de Ramon Miramontes Board Member of Pasadena Unified School District, en California Estados Unidos; y otras en España, Canada, Holanda, Alemania.

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