Midriasis | Romy Valenta, Valdivia


Por C. Murnau 

Podría decirse que ese día, no tenía ganas de salir, no tenía ganas de irme de casa pero tampoco podía quedarme. Digamos que necesitaba moverme pero en vez de caminar por mis propios medios bajo la incesante lluvia, preferí albergarme en un microbús que a esa hora se encontraba totalmente vacío y me confería la anónima y agradable facultad de sentarme y dejar que mi humanidad repose inmóvil preocupándome solo de desplazar la mente. Esta manera inerte de viajar es mi favorita, ya que mientras la micro se mueve yo ya no me preocupo de, regirme por el capricho de un desdeñoso semáforo, tolerar un cruce peatonal, detenerme, dejar pasar a la gente que se abalanza como horda de hormigas, saludar a algún conocido con una venia malparida o el mero hecho de sincronizar mis extremidades.


Ese día el recorrido no tardó mucho en tornarse interesante, aunque no niego que la falta total de presencia humana dentro del microbús, exceptuando la del chofer, me daba ciertos aires de grandeza y dominio del espacio. La llegada de la mujer que se sentó en el primer asiento, el que se reserva para discapacitados, me saco súbitamente de mis cavilaciones para concentrarme por completo en su elefantiásica humanidad. 


Abrió su cartera y extrajo un monedero, contó el dinero para pagar el pasaje, pero al intentar ponerse de pie, la micro viró bruscamente y las monedas rodaron por el suelo.

La mujer se volvió a sentar y sacó nuevamente su monedero y volvió a contar con desánimo. Algo me dijo que aquello era una situación habitual para ella. 


Un instante perdido en el tiempo, yo viajando sin rumbo fijo sentada en un asiento de plástico completamente rayado con frases obscenas, observando a una mujer triste y obesa mientras afuera, en la ciudad ocurre…. Una corriente de aire, una nube de Smog, ciento veinticuatro mil quinientas treinta personas (o más) usando el transporte público en la hora pick de tráfico. Un niño descalzo vende caramelos en una esquina, una mujer piadosa le estira un billete y su conciencia se torna repentinamente libre de culpas, el niño abandona su esquina, ese día no sigue trabajando, ni el siguiente ni el subsiguiente tampoco. 


Luces rojas y verdes se pelean un puesto en las alturas mientras una enormidad de ojos atentos, autómatas, atónitos abren la boca. Un hilo de baba se les escapa lentamente. Cientos de conductores sincronizan pies y manos y dan marcha hacia adelante, así la carrera que se vio suspendida por un instante continúa. Es increíble lo que puede llegar a verse en un simple cambio de luz de semáforo.


Volví a escudriñar en la fisonomía de la mujer, era más triste de lo que me había fijado, sus ojos pequeños pero profundos como los de un ave de rapiña, se perdían en la inmensidad de sus mejillas infladas y estiradas, su nariz redonda como un pimiento rojo y su boca de labios finos se conjugaban para dar como resultado una carita tal vez poco agradable a simple vista pero que mirándola detenidamente, dejaba entrever una obra de arte hecha por la naturaleza.


Después de admirarla algunos minutos decidí avocarme al estudio de los nuevos pasajeros que subieron frente al cementerio. Era una pareja de ancianos humildes, traían un canasto tapado con un paño blanco y se sentaron delante de mí, luego un par de escolares subió también y así la micro se siguió llenando hasta haber una o dos personas de pie.


Se me hizo difícil elegir a quien observar, caí en lo que no quería caer, miles de pensamientos irrumpieron de pronto en mi cabeza interrumpiendo de golpe mi estado de evasión, hundí la cabeza entre mis manos y tape mis oídos con fuerza, por un segundo me sentí bajo el agua, un profundo silencio bloqueo mi mente y sentí el descenso… diez, veinte, treinta metros, un respiro, cuarenta, cincuenta….El microbús freno otra vez…


"Damas y caballeros, tengan ustedes muy buenas tardes", -dijo un tipo vestido de payaso alargando la primera silaba de cada palabra en una forma exagerada y que repetía su rutina como una letanía estridente, su compañero que se encontraba en la parte posterior de la micro trataba de mantener la atención del público que se encontraba sumido en un mutismo absoluto. El chofer llevaba la radio apagada. Nadie reía, nadie hablaba, solo se oía el ruido del motor en marcha y la horrenda voz del payaso. 


Un inexplicable pánico se apodero de mí. El hombre me miraba fijamente, evitar su presencia era imposible. Sus ojos tristes pedían auxilio mientras gritaba y aleteaba como un hombre a punto de ahogarse. Hacía bromas y gesticulaba sobre actuadamente tratando de llamar la atención de aquella gente sentada, imbuida en su propia miseria, para las cuales él era como un espectro. Mientras yo, aterrorizada en mi asiento, en vez de sentir lástima por aquel ser humano parado frente a mí, vestido con un precario disfraz desfallecía en un intento desesperado por hacer reaccionar a ese grupo de estatuas de mármol. Volví a coger mi cabeza entre las manos y me sumergí en las profundidades de mi mente.


Mi reloj, una respiración angustiosa y acelerada, los movimientos del chofer, gente caminando… todas imágenes en retroceso.

La gente comenzó a gritar algo que con los oídos cubiertos era imposible de entender. Levanté la cabeza y vi al payaso. Su rostro se desfiguraba rápidamente mientras el maquillaje se diluía producto del sudor y el llanto.

El microbús frenó. La rutina acabo con un amargo sabor de boca. Nadie dio dinero cuando el compañero del ahora disminuido personaje pasó asiento por asiento con su sombrero. Ni siquiera yo, no podía moverme.


Los hombres bajaron derrotados, los dos payasos que habían subido un par de calles atrás llenos de energía y llenos de risa, se veían ahora tan apagados como un cortejo fúnebre a pesar de los amplios trajes verde limón y los graciosos sombreritos con esa gran flor amarilla en medio.
 


Romy Valenta nació el 03 de diciembre de 1982 en la ciudad de Valdivia. El año 2000 ganó el primer lugar del Certamen de Minicuentos "Ecos Ocultos" organizado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Austral de Chile. Actualmente vive en Valdivia.

Comentarios

Anónimo dijo…
Un relato que hace propias las vivencias de la escritora quien tiene la magia de hacernos participes del viaje en bus y compartir la fustracion y el dolor de los payasos tristes

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