Una balada triste en San Valentín | Agustín Azcona Hernández, México

I
Marisol es asistente ejecutiva y vive sola con su madre en un edificio de la colonia Portales. Es soltera. La conocí la noche en que perdió sus llaves y estuvo esperando durante varias horas  a su madre. Yo regresaba de mi trabajo y la vi sentada en las escaleras con su corta minifalda, así que le ofrecí alojamiento y ella aceptó porque seguramente estaba muy cansada.

Primero hablamos de las cuotas para mantenimiento del edificio. Ambos comentamos que el servicio de limpieza era pésimo. Le ofrecí un vaso de ron o cerveza. Aceptó cerveza. Ya mas entrados en confianza me preguntó si podía quitarse los altos tacones y si era casado. A lo primero respondí que “sí, con toda confianza, estás en tu casa”. A lo segundo le dije que felizmente todavía no. Su sonrisa era una mezcla de vanidad y coquetería.


Marisol había sido mi vecina desde hace tiempo y apenas me fijaba en ella. El ritmo de vida en la ciudad es  tan absorbente que pocos minutos puedes dedicar a relacionarte con los demás. Es una mujer algo madura  y guapa. Algo raro que continuara soltera.  A la segunda copa ya nos tuteábamos. Nos despedimos a la medianoche con la promesa de que pronto nos veríamos para ir a cenar.  Su madre había regresado.

El viernes previo al fin de semana la encontré nuevamente en el pasillo. Lucía radiante y feliz. Usaba un vestido corto entallado e insinuante que le sentaba muy bien. Me comentó entusiasmada que esa noche saldría a bailar con un grupo de amigos y que yo estaba invitado. Le agradecí y comenté que la semana había estado muy pesada y que prefería quedarme a descansar. Me contestó que era un aburrido, pero lindo. Así que no insistió. Al despedirse besó la comisura de mis labios.

II
La dejé de ver un par de semanas, tiempo que dediqué infructuosamente a buscar al administrador del edificio para reportar que del departamento de arriba se empezaba a trasminar humedad hacia el mío. El domingo en la noche descubrí a Marisol fuera de su departamento. Fumaba y caminaba ansiosa de un lado a otro. Estaba llorando.

Pregunté qué le pasaba, que si tenía problemas podía confiar en mí (me sentí un idiota), que ningún hombre merecía que una mujer derramara sus lagrimas, que lo conflictos de pareja son pasajeros y que ella y su novio pronto se reconciliarían. Es increíble, pero descubrí mi tremenda incapacidad para consolar y entender a una mujer. Pasados algunos minutos me miró a los ojos y esbozó una leve sonrisa, después empezó a contar:

“Los fines de semana salgo a pasear con algún compañero de la oficina. Siempre es uno distinto. Vamos al cine, a bailar o a cenar. Siempre terminamos la noche en un motel. Mi mamá no se entera, ella cree que soy muy seria y que sigo los principios morales que me ha inculcado. Al principio me daba vergüenza, me humillaba que mis compañeros me vieran de ese modo al siguiente lunes. Que a mi espaldas se rieran y que platicaran a donde me habían llevado, que exageraran sobre lo que habíamos hecho, que si gritaba, que si hacia esto o aquello. Alguno, al que no viene al caso recordar, le reclamé porque subió una foto mía a su Facebook en donde aparezco en el cuarto de hotel.  Además me desconcierta que me nieguen el derecho a negarme cuando no tengo ganas, que me inviten como si me hicieran un favor, ya que me han clasificado como puta. Tienen la idea de que soy la que nunca rechaza una invitación, la que afloja pronto. Y ni siquiera recibo nada a cambio, ni un regalo, un abrazo, una caricia. Y tampoco puedo tener caprichos en la cama.  Si te preguntas por qué lo hago, lo hago porque me siento sola.  No te has dado cuenta, ¿verdad? Lo que pasa es que estoy envejeciendo. Ya perdí la esperanza de que alguien me haga una proposición seria, así que  prefiero una que otra cicatriz a tener la memoria como un cofre vacío.” Sus ojos se llenan de lágrimas. Noto una inmensa melancolía en su mirada.

Ya mas tranquila agradece que la haya escuchado, las mujeres, dice solo queremos eso, que nos escuchen.

La siguiente semana, nos vemos para cenar. Ella está mas repuesta, incluso sonríe. Cuando me despido la beso en la mejilla. Toco su cara, sus hombros y me detengo poniendo una mano en su corazón. Saldrás adelante, le digo, ella solamente sonríe.

III
Este 14 de febrero, los hoteles de paso se llenarán de hombres y mujeres de todas edades, oficinistas, estudiantes, obreros. Solteros con solteras, solteros con casadas, casados con casadas. Se venderá lencería, ositos de peluche, rosas naturales y chocolates. En la televisión los programas dedicarán amplios espacios para la opinión de las estrellas de moda. Las tiendas departamentales ofertarán tarjetas de San Valentín. Los restaurantes ofrecerán promociones al dos por uno. La radio trasmitirá cursis canciones de amor. Muchas adolescentes darán la” prueba de amor” a su pareja. Los que son casados llegarán a casa con un ramo de rosas para su esposa sin quitarse la idea de la cabeza que están carísimas. Los que son solteros regalarán globos rojos con  dibujos de corazones. Se consumirán miles y miles de condones y pastillas anticonceptivas. En las habitaciones de los moteles se hospedará la ternura con el deseo.

Y en su departamento, sola en la oscuridad, Marisol, escuchará una canción que viene del departamento aledaño, una canción de amor antigua, que nada dirá acerca de lo que ella siente y que será su balada triste de San Valentín.


Agustín Azcona Hernández (Ciudad de México, 1967). Sociólogo y redactor. Egresado de la carrera de Sociología por la UNAM.  Ha colaborado en algunas revistas literarias como Letralia, La Culebra y Re-Cuento


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