Las Lombrices | Pablo Dobrinin, Uruguay
Nunca podré olvidar el ardiente sendero que descubrí en mi infancia.
En aquella época, debido a mi carácter introvertido, yo no tenía amigos, ni en el barrio ni en la escuela, a la que odiaba por robar mi libertad. Mi padre había muerto hacía años, mi madre estaba casi siempre trabajando, y mi abuela, que vivía con nosotros, era una presencia intermitente; a menudo se dormía en la vieja Singer y me daba la impresión de que ya nunca despertaría.
El único sitio en el que me sentía a gusto era en el fondo de casa. El terreno medía quince metros de largo por cinco de ancho. En los tres primeros había un patio cobijado por un parral, y en los restantes una huerta abandonada, en la que sobrevivían los yuyos y un ciruelo que ya no daba frutos. Un camino de hormigón dividía el área en dos canteros bordeados de piedras.
Con mis once años, yo era el dios de ese microcosmos. En dramáticos enfrentamientos decidía los destinos de mis ejércitos de soldaditos. Creaba verdaderas historias, en las que no faltaban la amistad, la traición, la cobardía, el coraje, el honor. Todo podía suceder en aquel pedazo de tierra, aunque había escenas que se repetían con un carácter casi ritual: la ejecución aleccionadora de los traidores; la batalla final, en la que unos pocos sobrevivientes derrotaban a los enemigos que les superaban ampliamente en número; o el entierro con honores de los muertos en combate.
Los límites de mi mundo estaban determinados por la puerta trasera y los predios vecinos.
En el fondo había un muro de cañas tacuaras, que ocultaba la presencia de al menos un par de caballos. Yo no podía verlos, pero, al escuchar sus relinchos, los imaginaba musculosos, de abundantes crines, veloces y temibles.
El lado izquierdo se encontraba separado por altos y tupidos grategos. Apenas en un triángulo la vegetación era menos densa, permitiéndome distinguir unas ruedas de bicicleta, y unos oxidados tubos de hierro, cuya utilidad escapaba a mi comprensión.
El lado derecho lindaba con el fondo de la casa de una viuda. Según decían, había estado en un manicomio, y sabía leer las manos, tirar las cartas y realizar una extensa lista de prodigios. Aunque mi madre y mi abuela parecían tener ciertas reservas, nunca la criticaban abiertamente. Se referían a ella con una mezcla de temor y admiración, y la nombraban con un apelativo que para mí tenía resonancias sobrecogedoras: la bruja.
Era una mujer enorme, de largo cabello negro, anchas caderas y pechos opulentos. Entre su propiedad y la nuestra no había más separación que un tejido que presentaba grandes roturas, y a veces, sin que ella me viese, la observaba recoger yuyos, que suponía le eran necesarios para la elaboración de espantosas pociones. Cuando se hacía visible para estos menesteres o colgar la ropa, yo salía corriendo, siempre con el corazón redoblándome en el pecho. Una vez su aparición me tomó tan de improviso que no atiné a otra cosa que a ocultarme atrás del ciruelo. Desde esa posición la espié un buen rato, hasta que ella dirigió una mirada disimulada hacia el árbol y se fue para adentro. Sólo entonces pensé en dejar el escondite. Sin embargo, un extraño fenómeno me paralizó de terror. En un hueco, situado en la parte baja del tronco del ciruelo, había una multitud de negros, gruesos y peludos gusanos. Debí lanzar un grito muy fuerte, porque la abuela despertó de su letargo y vino enseguida. Me abrazó para que dejara de temblar y secó mis lágrimas. Después tomó una escoba, despegó a los repulsivos seres, los roció con queroseno, y los prendió fuego. Jamás olvidaré la fascinación que me provocó verlos retorcerse convulsivamente bajo las llamas.
Fue a la semana siguiente, durante un entierro masivo de soldaditos, que descubrí a las lombrices. Como es lógico, de inmediato las asocié con los gusanos, y barajé la posibilidad de exterminarlas. Sabía que una cosa había sido liberar al ciruelo de las alimañas que lo estaban matando y otra muy distinta torturar a unas inofensivas lombrices, pero no pude resistirme a la tentación. Consideré lamentable la ausencia de pilosidad, aunque luego comprobé que representaba una ventaja. Tímidamente al principio y con más confianza después, comencé a tocarlas. Había algo prohibido en aquellas criaturas rosadas y cilíndricas de movimientos sinuosos. Cuando tuve una buena cantidad en la mano, me deleité sintiendo su contacto viscoso, con una mezcla de rechazo y atracción. Luego rocié un par con queroseno y las prendí fuego. Tan pronto las llamas las alcanzaron, se retorcieron frenéticamente, como si la energía de toda una vida debiera agotarse en unos pocos segundos. Liberaron un perfume a carne quemada y finalmente quedaron arrolladas, delgadas y oscuras. Yo no quería que murieran tan pronto, pero no había forma, por una suerte de justicia poética, el precio de ese soberbio espectáculo era la brevedad. Tuve que conformarme con inmolarlas una a una, para crear una sugestión de continuidad. Esa noche, a la hora en que debía estar durmiendo, envuelto en la tibieza de las sábanas, y saboreando estos recuerdos, me dediqué a explorar mi cuerpo con un placer infinito.
Al día siguiente seguí con las moscas. Después de arrancarle las alas, con un alfiler les abrí el vientre y les saqué unos gusanitos amarillos que seguramente eran las larvas. Este descubrimiento pudo haberme despertado una temprana vocación por la anatomía, pero tuve miedo de que el hedor nauseabundo que brotó de aquellos dípteros atrajera la atención de alguien, y los tiré a la basura.
Los cascarudos me resultaron visualmente muy atractivos, sobre todo la variedad conocida popularmente como "rinoceronte". Los hice combatir entre sí, correr, transportar uvas en su cuerno y enfrentarse a mis implacables soldaditos. No sin ciertas zozobras, mis huestes lograron la victoria, gracias a un arsenal de recursos que incluyó "bombas", una "aplanadora" y un "lanzallamas". Sin embargo, en poco tiempo liquidé la población de estos insectos blindados, y tuve que buscar otros compañeros de juego.
También coloqué hormigas en una palangana con agua, y me divertí experimentando cuánto tiempo eran capaces de resistir sin ahogarse. Las más grandes fueron las primeras en morir. Una pequeñita e insignificante, por la que nadie hubiese apostado, resultó ser la única sobreviviente del evento. Como premio, la saqué del agua, y, en un gesto magnánimo, le permití regresar al hormiguero. Seguramente su familia se iba a alegrar mucho de verla, tan fuerte, sacrificada y limpita.
Aunque en aquel momento no hubiese podido explicarlo con las palabras que hoy empleo, de una forma intuitiva yo despreciaba a las hormigas por su organización. Sabía que esas previsoras criaturas no eran más que unas imbéciles bestias de carga. Su vida era una exasperante rutina consagrada al deber. En cambio, las ciegas lombrices, abandonadas al placer de multitudinarios y viscosos contactos, se me figuraban portadoras de oscuros secretos. Abrí varias a lo largo, para descubrir el mecanismo que las hacía funcionar, pero no encontré nada. Los demás bichos tenían partes móviles que podían llegar a explicar sus movimientos, pero ellas sólo estaban compuestas de una pasta amarilla. Si uno cortaba las lombrices en pedacitos, estos seguían moviéndose de un modo independiente, como si su vida estuviese organizada en un sitio lejano al que uno no podía llegar. Al parecer, se sentían a gusto en la tierra, que actuaba sobre ellas como un agente de la voluntad cósmica.
Inevitablemente terminé regresando a las lombrices, verdaderas artistas del misterio y la muerte. Con el tiempo la fascinación llegó a tal punto que olvidé los soldaditos. Ellas eran todo para mí. Una vez, mientras desparramaba un puñado sobre el piso, realicé una asociación reveladora. Al verlas unas sobre otras, me vinieron a la memoria unas palabras que creía olvidadas. Durante una cena, mi abuela le había contando a mi madre que la bruja leía el futuro en la borra del café. Ahora, observando a mis amigas, comprendí que en ellas estaban las claves de muchas respuestas que de ordinario permanecen vedadas a nuestros ojos. Incluso me convencí de que si alteraba el dibujo formado por sus cuerpos, podría no ya leer el destino, sino modificarlo. Supuse que si daba con las combinaciones adecuadas nada sería imposible. Podía convertirme en cualquier animal, interferir los actos de las personas, hacer que lloviera o que mi padre se presentara de pronto en casa, como si nunca hubiese muerto. Mientras esto pensaba, mi abuela salió al fondo y se encaminó hacia mí. Rápidamente removí las lombrices. El efecto fue instantáneo, la anciana pegó media vuelta y regresó por donde había venido. Animado por este triunfo, seguí experimentando, pero con resultados descorazonadores. De todas maneras el método funcionaba, sólo era cuestión de seguir practicando para dominarlo en detalle. Como el sol ya se ocultaba y comenzaba a hacer frío, puse fin a esta actividad incinerando a los anélidos. El placer que me daba este acto sólo era comparable al temor de ser descubierto.
Particularmente me perturbaba la posibilidad de que la bruja me sorprendiese. Desde el episodio de los gusanos, estaba convencido de que ella me odiaba.
Particularmente me perturbaba la posibilidad de que la bruja me sorprendiese. Desde el episodio de los gusanos, estaba convencido de que ella me odiaba.
Con el paso de los días, se me fue haciendo evidente que la dificultad en aprender los secretos de las lombrices radicaba en un problema de comunicación. Así que me saqué el buzo, y, tras acostarme en el patio, coloqué unas cuantas sobre mi torso desnudo. Cerré los ojos y las sentí deslizarse por el pecho y el vientre. En esa oscuridad iluminadora, las veía de un amarillo eléctrico, dejando a su paso pequeños ríos de luz fosforescente. Permanecí un buen rato en esa suerte de éxtasis primordial, hasta que de pronto me asaltó la idea de que la bruja apareciera. Abrí los ojos, me quité los anélidos y me puse el buzo. A los pocos segundos la mujer salió para colgar la ropa. Mientras lo hacía, me miró, pero no dijo una palabra. Cuando se marchó respiré aliviado. Parecía obvio que intentaba impedir que me adentrase en secretos que con toda probabilidad formaban parte de sus conocimientos. Le temía más que a nada en el mundo. Una hechicera, que había estado en un manicomio, y para colmo viuda. ¿No resultaba ella la principal sospechosa de la muerte de su esposo? Podía imaginar su casa, con olor a encierro, y una cortina de huesos blanquísimos brillando en la oscuridad.
De madrugada vi a dos caballos, brillantes de fiebre, que relinchaban con estruendo. La bruja estaba cerca, desnuda hasta la cintura. Tenía unos senos enormes y turgentes. Cuando desperté, bañado en sudor, el ruido de los equinos que había escuchado en sueños se continuaba con el que llegaba desde atrás de las cañas del fondo.
Al otro día, el resplandor de una nueva inteligencia pareció iluminar mi vida: comprendí que debía comerme las lombrices. Tomé una calcinada, pero estaba tan aplastada y crocante que había perdido sus propiedades. Luego apresé una viva. La sujeté entre el índice y el pulgar, la levanté sobre mi cabeza, la contemplé hamacarse y la dejé caer dentro de mi boca. Me entretuve sintiéndola removerse sobre la lengua. Después le clavé los dientes y el jugo se deslizó por mi garganta. Hoy comprendo que ese acto fue el resultado de un largo proceso. Finalmente había encontrado la forma de hacer suyo mi poder. No sabía cómo, pero de alguna manera intuía que estaba a punto de acceder a una nueva realidad.
Esa misma tarde, levanté una de las piedras que delimitaban los canteros y encontré una enorme araña junto a mis lombrices. Temiendo que dañara a mis amigas, la sujeté con la ayuda de una ramita y la llevé hasta el patio. Al tiempo que le acercaba un fósforo encendido, escuché pasos, y supe que iba a ser descubierto. En el fuego que envolvió al insecto vi los ojos implacables de la bruja. Oí relinchar a los caballos. Un vendaval se desató de pronto, haciendo silbar las cañas y arrancando las hojas del parral que se revolvieron en el aire como capullos secos de mariposas. Giré el rostro y contemplé a mi vecina. Estaba parada junto a los yuyos, y su vestido negro y sus cabellos se agitaban en el viento. Me sentenció con la mirada y como un fantasma atravesó el alambrado. Quise levantarme para salir huyendo, pero tropecé y caí. Tenía lombrices sobre mis zapatos. Nunca antes me habían dado miedo. Agité las manos desesperadamente y logré quitármelas; para entonces ella estaba a mi lado. Cuando intenté escapar, me sujetó un brazo con firmeza. Me ordenó que la siguiera y sin soltarme me condujo hacia el tejido. Después de traspasarlo sentí el arañazo de una planta en un tobillo, pero no me permitió detenerme. Mientras caminaba comprendí que estaba a punto de ingresar a la casa de la bruja. La puerta se fue acercando más y más. Se abrió sin ruido alguno, y una vez que estuve dentro se cerró a mis espaldas. Había velas de colores y olor a incienso. Desde una repisa un diablo rojo me observó mientras recorría un pasillo. El corazón parecía a punto de estallarme en el pecho. Sentía la espalda fría y una humedad quemante en todo el cuerpo. Cuando menos lo esperaba, la mujer apretó mi mano sudorosa, me besó y abrió una puerta. Contra todos mis pronósticos, en esa temprana etapa de mi vida, la viuda me inició en el conocimiento de la energía que mueve al mundo.
Pablo Dobrinin nació en Montevideo en 1970. Ha publicado en revistas y antologías de Argentina, Uruguay, España, Italia y Francia. En marzo sale su primer libro, que recopila un conjunto de cuentos suyos. Se editará en Argentina en la editorial Reina Negra.
Comentarios
Che, ¿leíste a Arthur Machen? Te va a gustar, seguro.
Un abrazo.