Sábados de gloria | Laura Iglesias, Argentina
Todas las familias que había conocido tenían algo de anormal, lejos de las colchas almidonadas y los estampados vertiginosos de las cortinas, todas parecían contener un halo de misteriosa psicopatía.
Tampoco escapaban de esta corporación los Herrera que, detrás de esa constitución de modelo familiar que se pueden encontrar en las publicidades de lavarropas o en las gráficas de venta de bay biscuits, entrañaban su propia rareza.
Claro que a simple vista uno sólo podía evidenciar el sosiego de una esposa obediente y de caderas gruesas, que acompañaba el vaivén de sus muslos con un gracioso movimiento de hombros, como si en vez de caminar estuviese ensayando una coreografía amistosa. Generalmente usaba soleritos que terminaban en un volado infantil y que hacía recordar a la cobertura de azúcar de los huevos de pascuas. Era profesora de Música y con la misma disciplina con la que repasaba el solfeo, los ejercicios de Czerny y la digitación precisa del Minuet en G mayor de Bach, se acicalaba las uñas, hurgueteaba con la pinza depilatoria su bozo y ordenaba cada una de las alacenas de la cocina. Por la noche cocinaba pescado o pollo y verduras hervidas, y sólo los fines de semana averiguaba las preferencias alimenticias del resto de la familia.
Tenía un hijo y una casa junto a su marido, y su dedicación era pareja y meticulosa.
Su esposo, de aspecto enciclopédico y puntilloso, era de una calvicie incompleta, de esas que hacen perder el apetito sexual a razón de una artificiosa imposición capilar oblicua, que ejercitaba con un peine de plástico guardado recelosamente en el bolsillo trasero. Sin embargo se desempeñaba bastante bien en los trabajos hogareños, y definitivamente, cambiar el cuerito de una canilla, reparar una tubería o hacer algún trabajo menor de carpintería incidía favorablemente en su autoestima.
Era empleado en un estudio jurídico, y aunque nunca había podido terminar la carrera de Derecho, sabía infinitamente más que cualquier diplomado sobre todos los posibles vericuetos burocráticos. En la oficina era respetado y conocido por todos, aunque también era tratado con cierto agregado de amabilidad, quizá debido a sus anteojos gruesos que resaltaban su mirada sesgada. Es que la defectuosidad fisiológica deriva ─en el común de la gente─ en un comportamiento de exagerada urbanidad. Y sin embargo, este prejuicio, el de considerar a la deficiencia con carencia de peligrosidad, es el que lleva a pensar, más de una vez, de manera equivocada.
Las noches en que se sentía especialmente motivado para el sexo reproducía casi maquinalmente una seguidilla de acciones lamentables: se lavaba los dientes con mayor responsabilidad odontológica (usaba hilo dental y un enjuague de color verde oscuro), revisaba los poros de su frente y nariz, y presionaba con satisfacción al encontrar una espinilla o protuberancia sebácea. Más tarde esperaba desnudo a su mujer, bajo las sábanas.
Así también había sido el día en que engendraron a Augusto. Lo habían hecho de la forma tradicional ─ella abajo, él arriba─ y en breves minutos ella estaba concibiendo un embrión.
Éste ─ahora contaba con unos 35 años─ había seguido la carrera de Derecho para responder a una demanda implícita de la frustrada carrera de su padre. Parecía tener ─al igual que sus progenitores─ una familia normal. Estaba casado con Elvira, una mujer morena de labios gruesos y mirada melancólica que solía vestir camisas con puntillas de color pastel y usar bijouterie dorada. Nunca olvidaba llevar su cadena con dijes de oro con forma de dos muñequitas (insignia burócrata que demostraba haber traído al mundo a dos mujeres: Miranda y Carolina).
Pero es en una reunión familiar, vísperas de las Pascuas, cuando todas sus vidas metódicas y previsibles comienzan a evidenciar una revelación de desequilibrio.
Habían terminado de almorzar una variada demostración de catolicismo de verduras ─que preanunciaba la resurrección de Cristo─, cuando las niñas pidieron permiso para jugar. Los padres admitían cada tanto algunas infracciones protocolares para dejar entrever una cuota de progresismo irreal.
Desde la mesa pudieron escuchar el diálogo afanoso y pueril de las niñas que hacían hablar a dos muñecas rubias y bronceadas. Una la invitaba a la otra a la típica escena del té.
─Hoy viene el abuelito y la abuela a merendar.
─Entonces, antes que el abuelo nos muestre su regalito, vamos a preparar el té especial.
Miranda acercó la mano hacia una miniatura de porcelana e hizo que la muñeca vertiera una quimérica incógnita que se suspendía de las falanges entumecidas de la Barbie: un polvo mágico que nombraban como el “venenito”
─Ahora podemos invitar también a Papá y a Mamá
─Y se van a dormir todos para siempre.
Sentó a las muñecas ante la lúgubre merienda de tacitas floreadas y esperó a que los invitados descansasen.
Y como si nada de lo escuchado entorpeciese el compromiso de la sobremesa, las mujeres decidieron levantarse a traer el café junto a alguna delicia permitida en la ingesta del sábado de gloria.
Laura Iglesias Liste (Buenos Aires, 1977) estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, se graduó de Licenciada y Profesora en Letras Modernas. Trabaja como docente de Lengua y Literatura. Es escritora de relatos breves y poemarios.
Ilustración de Gabi Rubi. Diseñador e ilustrador. Vive en Buenos Aires.
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