En blanco y negro | Gabriel Bonetto, Argentina

Nadie me fue a buscar al aeropuerto. Es cierto que ya lo sabía pero igualmente busqué sin éxito los carteles que desfilaban con distintos apellidos. El mío, un  alemán impronunciable, no estaba por ningún lado. Me sentí indefenso un momento. Yo era un anónimo que apenas tenía una pequeña valija, algo de dinero y la única e irremediable sensación de  sentirme a salvo.

Recuerdo que me recibió una tarde gris, con una leve llovizna. La niebla que comenzaba a asfixiar semejaba a una Londres que sólo conocía en libros y películas. Los primeros minutos en tierra firme fueron complicados: una  tos descomunal se desató furiosa. Un centenar de curiosos  me miraban desconcertados. Todos los ojos parecían detenerse en mi persona. El desconcierto fue aplacado por el ruido de una frenada. Era un taxi, un Volkswagen verde con la pintura descolorida y la parte trasera abollada. Estacionó en el lugar donde yo estaba parado mirando a la multitud que caminaba deprisa. El taxista, sin decirme nada, abrió la puerta trasera y me hizo una seña para que subiera. Antes de darle cualquier indicación, comenzó a hablarme en inglés, un inglés burdo y gracioso. Sonreí. Puedo hablar castellano, le dije, y el cambió abruptamente su voz. Ahora tenía una entonación aguda y estridente.

―Pensé que era gringo, compadre ―dijo―. Me lo hubiera dicho antes.

Mi tos volvió con ímpetu. Solo podía ver una mata de pelo negro desde mi lugar en el asiento y el final de unos bigotes similares a los héroes de la revolución mexicana.  Toqué mi frente, creí que tenía de fiebre. Transpiraba sin parar. Fue cuando estaba secando mi sudor que observé un detalle que me había pasado desapercibido: la mano derecha del taxista tenía solo dos dedos. Eran gruesos y morados. Brillaban ante la poca luz que entraba por la ventanilla, y parecían agrandarse ante cada una de mis miradas.

El olfato que tuve contaminado por un instante volvió a la normalidad. Comencé  a sentir un olor ácido e intenso. El hocico resplandeció entre la oscuridad de una tormenta que se avecinaba. Los ojos no pestañaban y se resignaban a una tristeza absoluta. Creo que tuvo intenciones de ladrar pero se contuvo. 

―No tengo donde dejarlo ―advirtió el taxista, cambiando su voz chillona por una grave, seria, como la de un hombre moderado y responsable.

―Es lindo —dije.

―Es la única compañía que tengo ―contestó como compadeciéndose ante la circunstancia.

El perro bostezó y dejó ver unos dientes prolijos y con apariencia de ferocidad. Era mediano y de pelo corto negro, con orejas pequeñas y puntiagudas.  Con el único propósito de interrumpir el silencio que se había producido, hablé.

―¿Cómo se llama?

―Alberto, compadre.

El perro ladró por primera vez en el viaje. ¿Qué sentirá? ¿Tendrá frío, hambre, extrañará a alguien? pensé. Los ladridos disminuyeron. Me acomodé en la butaca y otra vez dormité. En mi ensoñación recordé el colegio secundario, las reuniones en el centro de estudiantes, a la policía que nos llevaba en los recitales. El caudal de imágenes que aparecían fueron interrumpidas con un grito: llegamos, compadres. En aquel instante odié a ese tipo.

Abrí la puerta y me dirigí al lugar del conductor para pagar. El taxista levantó la mano derecha.  Sus dedos se volvieron más gruesos  y  morados.

―Me llamo Ramón ―dijo.

Vi su bigote revolucionario. Era más voluminoso que lo que suponía. Apenas pude distinguir unos dientes amarillos. Recuerdo que saludé y sonreí.

La habitación olía a humedad. Con el escaso dinero que tenía no podía pretender algo mejor. Además el dueño del hotel, sabiendo que venía recomendado decidió hacerme un buen descuento. Dormí vestido, apenas saqué mis zapatos. Un sueño me persiguió ese día, y los siguientes. Todo era en blanco y negro, había explosiones, gritos, disparos, más gritos. Esa tarde desperté con una ráfaga de sol que se filtraba entre las cortinas; después golpes en la puerta. Quería escaparme, como si todavía permaneciese en mi ensoñación. Un grito familiar mitigó mi opresión. Vamos a dar una vuelta, me dijo la voz. Después estalló una risa. Le abrí la puerta. Había cambiado su camisa negra del día anterior por una amarilla repleta de flores celestes.  Ramón me preguntó  si quería conocer un poco la ciudad. El perro se había instalado en mi pierna, olía y babeaba. Esa vez Ramón no mostró su mano derecha, descansaba en el bolsillo de un pantalón viejo.

Recorrimos kilómetros, calles empedradas, pavimentadas, veredas de casas bajas y edificios enormes. Pensé un buen rato en mi barrio, en el Bajo Belgrano repleto de hojas secas de otoño, los vecinos en la vereda tomando mate y mirando pasar la vida. Como una trompada me despertó de mi abstracción una imponente frenada y el ruido del choque del Volkswagen verde. Ramón lanzó un insulto al aire. Su espeso bigote se estremeció y la respiración permaneció agitada algunos minutos.  ¿Estás bien?, le pregunté preocupado. No me contestó. Dio marcha atrás y esquivó a la persona del auto chocado que lo miró perplejo, esperando lanzar un insulto que finalmente contuvo. Ramón aceleró. Nada para el había pasado.

Llegamos a una zona de muchos árboles. Ramón bajó la velocidad, luego miró hacia su derecha y me señaló el frente de una casa amarilla. Tenía una puerta, una ventana cerrada y un portón para autos. Señaló esa casa con sus dos dedos. Los vi más grandes, y aquella vez sentí  que brillaban tanto que encandilaban mi vista. Parecían a punto de explotar. No sé cómo logré expresarlo, cómo pude evitar la vergüenza y lanzar la pregunta que había estado guardando.

―¿Qué le pasó en la mano?

Otra vez no me contestó. Apretó el acelerador y dejó atrás la casa amarilla. Cuando desembocamos en una avenida transitada por fin habló.

―Allá vivía con mi mujer y mi hijita ― me dijo. Hizo una pausa. Creo que tomaba valor para continuar.  Las arrugas de su cara habían hecho un surco. Allí se paseaban algunas lágrimas. Estacionó en la mitad de una calle, y no consiguió reprimirse: Vivía con ellas, ya no las tengo más, compadre, dijo.

La humedad de la habitación era todavía más fuerte. Me dormí apenas me acosté. Los sueños volvieron, volvieron los tiros, los gritos amenazantes, las bombas; todo en blanco y negro, como ven los perros, en blanco y negro, dije en voz baja, como si estuviera pensando en voz alta.

No tenía otra opción que salir a buscar trabajo. Con el dinero que tenía sólo me iba a alcanzar para subsistir una semana.  Pensé en los taxistas y sus diez o doce horas sentados en sus coches, pero en realidad pensaba en Ramón y en su soledad apenas paliada por la presencia de un perro de hocico brillante. Era complicado poner la mente en blanco, abstraerme del exilio, de la ausencia de mis padres, de este hombre gentil que me llevó a pasear por una ciudad tan diferente.

La tercera noche llegué al hotel dispuesto a repetir las acciones de los días pasados: dormir mucho, soñar pesadillas, despertarme con la voz chillona de Ramón.  Al mediodía,  almorzamos en mi habitación. Ramón tosió. Acá no se puede respirar, compadre, cuánta humedad, me dijo, y se atragantó con uno de los sándwiches de palta, queso y ají picante que había traído.

En el auto hablamos horas. No recuerdo bien sobre qué, solo hablamos sin parar. No pude preguntarle sobre sus dedos. Ramón, en cambio,  se arriesgó a un interrogante comprometido.

―¿Cuándo piensa que se va a morir?

Su silencio fue una prolongación de mi silencio. Espero que de viejo y durmiendo, contesté.

Ramón dijo algo más, pero mi mente quedó en los compañeros que iban quedando en el camino, en las muertes que no son silenciosas y que no podían llorarse porque la vida continuaba y no quedaba otra opción que cuidarse.

El tiempo pasaba y yo me iba acostumbrado a mi nueva ciudad repleta de olor a fritura y contaminación. Empecé a trabajar en una librería. Comenzaba a las nueve y terminaba la jornada a las siete de la tarde. El trabajo me lo había conseguido Ramón, que conocía al dueño porque lo llevaba habitualmente con su taxi hasta su casa. Era un tipo sencillo, de baja estatura y con una sonrisa que lo perseguía a toda hora. Le gustaba mostrar orgulloso su diente de oro. Siempre que nos veíamos me palmeaba la espalda efusivamente y me llamaba gringo.

Una tarde de mucho calor fui hasta la casa de Ramón. Era un lugar chico, con una cocina que estaba incluida en su habitación, dos sillas de madera y dos mesas, una de ella para comer y la otra que tenía encima una pequeña televisión en blanco y negro. Daban una película de acción: unos policías perseguían a un auto y disparaban como si fuera lo último que hicieran en sus vidas.  Ramón los veía y  sonreía como un niño. En la habitación también tenía un mueble con libros y algunas fotos. La más grande tenía a Ramón posando con una mujer y una nena de aproximadamente cuatro años.  Todos miraban a la cámara como modelos publicitarios. Sin dejar de observar la televisión, se dio cuenta que yo me quedé  intrigado con la foto. Su voz fue apenas un murmullo, un grito ahogado y lastimoso que no logró dominar. Compadre, no lo vi, no pude frenar, me dijo. No esperó ninguna respuesta, solamente colocó su mano sana para sostener su cabeza y continuó viendo la película.  

Mi vida hasta ese momento era tranquila. Ocho horas de trabajo y otras tantas que se repartían en los libros que me llevaba a un bar cercano, algunas películas en el Cine Opera y por supuesto las cenas con Ramón. Como buen anfitrión cocinaba. El sabor picante en mi boca de a poco iba formando parte de mi rutina.

El pronóstico del tiempo había anunciado tormenta para la noche. Cuando salí de la librería comenzó a diluviar como si se tratara del fin de mundo. Mi brazo sujetaba el último tomo de “En busca del tiempo perdido” de Proust que me había costado un cuarto de mi sueldo. El paraguas no pudo evitar que me mojara. Esperé un taxi, quería pasar por la casa de Ramón. Pensé que no era mala idea comprar una pizza y tomar unas cervezas.

Llegué a la casa y la tormenta se había calmado. La puerta estaba abierta. Lo único que iluminaba era un neón intermitente que provenía de la calle. Que día de mierda, dije en voz alta mientras intentaba secarme un poco el pelo, pensando quizás que Ramón me escucharía. No encontraba el interruptor de la luz. Tanteé como pude la mesa. El reflejo amarillo de una publicidad de hotdogs apenas me servía para orientarme.  

―¿Estás ahí, Ramón?

Solo escuché la leve respiración de Alberto y un aullido desconsolado que nunca antes había oído.  Caminé despacio hasta ver a Ramón sentado en una silla de madera. Los ojos oscuros me observaban con lástima, como si estuvieran diciendo: así es la vida, compadre.  La mano izquierda sostenía un arma. Restos de sangre fluían hasta detenerse en su bigote revolucionario. La mano derecha ya no brillaba. Parecía más chica que la primera vez que la vi, incluso hasta me pareció ver cinco dedos moviéndose inquietos. Alberto también me miró, como miran los perros, en blanco y negro.

Gabriel Bonetto nació en el invierno de 1973 en Buenos Aires, Argentina, donde reside.  Estudíó Ciencias de la Comunicación. Mientras trabaja de empleado administrativo, lee mucho y escribe algunos cuentos.  Su blog en formación es  http://www.quienpagaelpato.blogspot.com/

Comentarios

Anónimo dijo…
Excelente! Ya mismo me voy a ver qué más hay en tu blog.

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