El peregrino y el ánfora divina | Daniel Flores, Argentina
Abel Fair Hassan, ahora con la mirada puesta en el horizonte, era la última cosa viva sobre la tierra; ni la arena caliente a su paso ni el amplio cielo parecían constituir ya el correlato de su existencia. No era más que un viejo cuerpo andante al que le quedaban tan sólo unos vestigios de apariencia humana: alto él, encorvado, con la piel reseca pegada a los huesos y los finos labios carcomidos, producto de la sequía y la enfermedad; apenas un puñado de cabello, lacio y gris, a los lados de su cráneo. Casi un cadáver atravesando el interminable desierto con el objetivo de llegar a Ciudad Europa.
Abel era el superviviente del último asentamiento de hombres que había resistido a la transformación planetaria, en el corazón de aquella Central Atómica, de la que hoy sólo guardaba una vaga huella fotográfica en su memoria, difusa e irregular como el fuego. Recordaba, sí, el desenlace, los Golpes Solares: las temperaturas, que en ocasiones superaban los noventa grados, originaban continuos períodos de temblores y pequeños sismos que desmadraban la estabilidad del suelo. La tierra paría fallas como enormes bocas ciegas y hacían que grandes ciudades desaparecieran en lo profundo de ellas. En una oportunidad, una mañana silenciosa y nublada, Abel, recostado sobre una colina escarpada, presenció el derrumbe de Orestes, en Marruecos: el temblor apenas le llegaba como una cómoda vibración, mientras que hacia el oeste los lujosos edificios de Orestes se ladeaban pausadamente con un gruñido sordo y desaparecían al ras del suelo, dentro de lo que parecía la mismísima puerta del infierno. Desde su sitio, a decenas de kilómetros, Abel sólo se vislumbraba un montón de venas que rajaban la tierra y un enorme ojo voraz.
Los Golpes Solares comenzaron a fines del siglo XXII, luego de la Primera Gran Guerra, tras la cual la capa de ozono prácticamente había dejado de existir. Esta ausencia de protección reveló propiedades que el sol había mantenido ocultas: podía verse, incluso por las noches, llegar a la tierra ondas magnéticas de diversos colores como lluvias irregulares. Luego venían las sacudidas y los apretones, como decía Abel. Y eso no era todo. Los gases atmosféricos también habían sufrido alteraciones, tanto por los componentes de las armas bélicas como por el posterior efecto de la radiación, y el cielo había cambiado de color: ahora era de un azul oscuro profundo durante el día, con un sol amarillo rojizo que latía impiadoso. Una imagen que, dos siglos atrás, hubiera resultado la comidilla de los surrealistas.
Los de la última urbe reconocieron que la supervivencia inútil a la que aspiraban no era más que un capricho ante la idea de que la tierra estuviese completamente vacía y silenciosa; era sofocante concebir una masa de piedra girando durante milenios en la nada, sin vida de ningún tipo, sólo ruina, como un enorme museo lúgubre. El hombre, quien había creado todo lo que Abel ahora veía muerto, era capaz de hallar luz hasta en los nidos más inverosímiles de su razón, y sólo por el afán de permanecer. Sin embargo a él la esperanza y la desesperanza le daban exactamente igual, ya habían dejado de ser dos conceptos opuestos para fundirse en otro, semialumbrado por el azar: destino.
Mientras peregrinaba por el desierto árido y mudo, Abel llegó al concepto de que el planeta sólo era una masa de roca seca atestada de hierro y cemento: ahí estaban los famosos almacenes de comida rápida, los multiedificios, las fitoplazas, los poquísimos departamentos precarios de tres y cuatro pisos, el Nilo milenario ahora exánime, los Fortines de Gobierno de cada país que, a pesar de haber sido ostentosos palacios de piedra y tesoros, ahora no llegaban siquiera a ser agradables viéndolos de lejos. Abel sabía que allí adentro estaría lleno de cadáveres, diseminados por las escaleras y las habitaciones, pudriéndose inútilmente como todo. Al igual que sucedía en el resto del globo, en cada isla, en cada ciudad, en todo rincón; y había algo que a Hassan le decía que él era el único, había ahora (como solía definir) un silencio distinto.
La Gran Guerra había acabado con todo. Los tres núcleos radioatómicos que habían sido detonados desde el fondo del océano Atlántico no tardaron muchos días en vaporizar los mares, en adelgazar la atmósfera hasta la locura y en acabar con todo lo que ostentaba una pulsión de vida. Los pocos que se salvaron fueron un grupo de dieciséis científicos que había sido parte del proyecto Averno, por el cual las cosas luego se pusieron bien feas. Y entre el montón estaba Abel, técnico aritmético en radioatomización.
Decir que Abel estaba en contra de aquello y que había prevenido a los otros de la posible catástrofe sería estar mintiendo. Le daba lo mismo que Ciudad Europa entera se tragara a sí misma mientras a él le abonasen lo que debían abonarle y mientras los días del calendario siguieran pasando como hasta el momento. Esa era la verdad. Abel era un tipo recto y de poco diálogo que vivía sólo debido a dos grandes factores: su trabajo en la Central de Ensayos Atómicos de Alta Gama y la mismísima inercia, que lo llevaba a que satisficiera las necesidades mínimas que todo ser humano requería. Lo demás era polvo. Sabía que el tiempo era breve y relativo y que la muerte era un apagón sin dioses: ¿para qué, entonces, molestarse en cualquier otro asunto que no fueran sus pasiones? Había que vivir. Y si vivir conllevaba aceptar un trabajo millonario por el cual el mundo corriera el riesgo de no seguir latiendo, como sea había que aceptarlo.
Uno de los supervivientes, Tadeo Reyes, fue quien advirtió de las posibles consecuencias. También dijo que prepararía la cámara de vacío de la Central y todo el oxígeno del laboratorio, por si acaso. Y lo cierto es que, pasados dos meses de la instalación de los cabezales, de no haber sido por él, hoy ni siquiera existiría esa ruina andante que era Abel Hassan caminando sobre esa ruina rodante que era el planisferio, porque pocos minutos después de la detonación (de la que fue responsable el mandatario de Ciudad América), todo comenzó a arder como una hoja en una hoguera, los mares bulleron en mareas de lava, el oxígeno del planeta pronto se hizo fuego. El grupo de científicos, que en ese momento se hallaba trabajando, entendió que la cámara de vacío fue lo mejor que les pudo haber pasado: no hubiera existido otra salida. Allí permanecerían más de una quincena.
Alimento y bebida sobró durante los primeros ocho días; el lugar estaba bien abastecido y el aire, fuera de la cámara, era tolerable durante unos pocos minutos, lo suficiente como para permitirles una breve excursión hasta las heladeras. El laboratorio combatía la infección ambiental con su propio generador central de oxígeno (invento detrás del cual también se hallaba Hassan, junto con otros tres profesionales) y los refugiados sabían que aquel prodigio les evitaría grandes incidentes. Y así fue, salvo para la bióloga Natasha Kim, a quien se le dio por embarcarse en una aventura poco saludable al tercer día de encierro: mientras unos pocos oraban en un rincón y otros debatían acerca de las posibilidades de que la contaminación acabara pronto, a la joven se le ocurrió descomprimir la cámara para salir al exterior en busca de un cigarrillo (porque lo necesitaba, y que todos se fueran a la mierda) y se dio con que su soplo cardíaco no le benefició en combinación con los nuevos componentes del aire. Nadie hubiera imaginado que su corazón estallaría de ese modo y que el pecho se elevaría por debajo de su camisa de la forma en que lo hizo. Pero así sucedió, y fue Abel, con ayuda de un tal Alex Higgins, quienes trasladaron el cuerpo de Natasha hasta una de las habitaciones de Ensayos.
Los restos de la chica aun continúan descomponiéndose allí. Y los del resto del grupo no andan muy lejos.
Para cuando arribó la segunda semana, sólo quedaban ocho sobrevivientes: seis hombres y dos mujeres. La mayoría había abandonado la habitación en plan de “salida de reconocimiento”. Había habido una serie de temblores el último tiempo y se temía que pudieran ser más intensos; era hora de cerciorarse en qué estado estaba todo afuera, por lo que el primer grupo, integrado por cuatro personas, entre las que se encontraban Alex Higgins y Tadeo Reyes, salió la mañana del séptimo día, equipados con un sismógrafo pequeño, un contador Geiger xxii y provisiones. La segunda cuadrilla emprendió el viaje tres días después, principalmente, en busca de los primeros cuatro expedicionarios. Y al ver que no regresaban, pasada otra semana, fue Abel quien decidió marcharse.
La situación había llegado demasiado lejos para un hombre como él. La inacción y la duda no eran lo suyo. Además, los pocos que quedaban allí no eran personas con quienes pudiera mantener siquiera una conversación trivial; a su criterio, eran simios con guardapolvo blanco que pugnaban por ver quién aguantaba más tiempo sin volverse loco. No, definitivamente, él no estaba para eso, así que reunió algunos alimentos, dos botellas de agua, varios instrumentos de utilidad y salió de la cámara sin despedirse.
El aire afuera ya no era tan pesado como en los primeros días y vivir no era un imposible, no obstante el resto del equipo de científicos prefirió no arriesgarse, acaso por temor de tener que convivir con la imagen de algo para lo que ellos mismos habían sido catalizadores. Sin dudas para Abel, eran demasiado pasionales como para poder soportar algo así. Aunque, igualmente, podría decirse que se salvaron de la posibilidad de que aquello los perturbara de por vida, ya que la Central de Ensayos Atómicos de Alta Gama se derrumbó pocas horas después de que Hassan hubiera salido al exterior y se hundió en la garganta de una enorme falla. Ésa fue la primera vez que Abel vio bajar los rayos coloridos del nuevo sol magenta. Y era todo un espectáculo: pequeñas hebras ondulantes caían a modo de lluvia y penetraban en la tierra como dientes finos e irregulares, haciendo vacilar el suelo como un nylon contra el viento. Luego haciéndolo saltar como una ventana de cristal, pero hacia dentro, hacia el fondo… La Central comenzó a temblar al tiempo que Abel la contemplaba desde unos seiscientos metros de distancia, parado junto a una expendedora de golosinas en la playa de una estación de petróleo.
Adiós, les dijo a sus colegas, sin mucho candor en la voz, y emprendió camino a Ciudad Europa.
De eso hacía ya siete años. Siete años de supervivencia en el polvo de la creación, de carrera contra la muerte en aquella postal agreste y tórrida. Siete años de no saber qué será lo siguiente que pase. Y ahora avanzaba con el sol quemándole el lado derecho del rostro, semiadentrado en lo que había sido el Mediterráneo hasta no hace mucho. Allá abajo era todo cadáveres y rocas enormes, insondables despeñaderos que Abel presumía que tenían su fondo en el núcleo de la tierra. También podía verse una infinidad de esqueletos marinos; algunos, de tamaños inconcebibles. Hubo uno de ellos que había llamado su atención el día anterior: se hallaba a unos quince kilómetros de la costa, aproximadamente, pero incluso a esa distancia era posible apreciar la rareza de aquella cosa enmarañada y bestial, gris; supuso que las detonaciones obligaron a ciertos bichos del fondo a emerger. Pero aquello era en verdad extraño y horrible: ¿cuántos tentáculos sumaba su garra derecha: cincuenta, cien? ¿Eso que se veía parcialmente enterrado en su lomo era un ojo, pero tan negro y reluciente? ¿Y qué era aquello que aún oscilaba sobre su cabeza romboide, un señuelo de caza, pero ¡un señuelo del tamaño de un palacio!? Aunque le había despertado un interés casi místico (y eso era algo bien difícil de lograr), decidió olvidarlo y siguió buscando entre los restos un poco de carne blanca, almejas, cualquier alimento que no fuera humano. Debía conformarse con lo que tuviera un mínimo de comestible: los productos envasados habían quedado inútiles luego del altísimo golpe radiatómico. A falta de animales y de plantas, Abel todavía cargaba en su morral con algunos restos de carne salada que había obtenido de los pocos cuerpos “en buen estado” que había hallado durante la última semana. El hambre hacía de las suyas, sí, pero la sed era aun peor: al no existir ningún tipo de vegetación, las lluvias se espaciaban peligrosamente. Durante lapsos de varios años incluso, por lo que Abel debía cavar profundo y sorber el barro o la arena.
Las pequeñas colonias aisladas entre Ciudad Oriente y Ciudad Europa eran, una vez más, un reguero de cadáveres secos y anónimos. Abel había visitado cada una de ellas con su bolso a cuestas y con esa paciencia de inmortal que lo caracterizaba, inducida tal vez por el hecho de sentirse el punto final del Gran Cuento. Lo cierto era que, además de desolación y ruina, el mundo no ofrecía una gran variedad de cosas para contemplar. Tal es así que durante su peregrinar desde Ciudad Oriente había sido testigo de una incontable serie de esporádicos derrumbes; las edificaciones habían sido resquebrajadas por el fuego y perjudicadas aun más por la ausencia de mantenimiento. Todo era temblores, uno tras otro; días enteros con temblores espaciándose por diez minutos. Y rayos filtrándose como una lluvia de purpurina fantástica y temible.
Y quietud.
Una noche caliente de octubre, Abel yacía sobre una piedra alargada y semiplana en medio del hosco desierto. Ya podía verse claramente Europa a unos pocos kilómetros; las luces de emergencia de algunos edificios todavía continuaban encendiéndose después de las ocho y, en medio de la penumbra críptica, cobraban apariencia de espectros suspendidos en el aire. Le daba la sensación de que lo llamaban, de que lo invitaban a que los contemplen más de cerca, pero él hacía el esfuerzo por anular gran parte de sus conversaciones internas; lo hubieran llevado por mal camino, sin dudas.
El mutismo era una ausencia sibilante. Lo único que se podía oír en aquel tiempo eran los esporádicos movimientos de masas y el viento bullente. Abel, en ese momento, tuvo una vaga imagen: recordó que de niño había oído el canto de un pájaro, un silbido cálido y animado, lleno de gracia. Eso estaba bien, un pájaro, algo que rompiera con belleza el caos. Sin embargo, supuso que en la condición en que se encontraba ahora, por contraste, el armónico canto del ave podría haber llegado a romperle los tímpanos. Literalmente hablando, como una incisión metálica y aguda.
Miraba la luna amarilla en lo alto. Con un poderoso esfuerzo respiraba entre ocasionales estertores, y pensó, como cada noche, que posiblemente esa sería la última. Ya no importaba, claro, hacía tiempo que nada importaba, pero cada vez que la inminencia del fin se hacía más clara, era imposible sentir la necesidad de no morir. La vida lo había hecho su prisionero, un prisionero tendido sobre una piedra en medio de la nada, el último eslabón de la historia.
Mientras, ausente, observaba el tránsito de una gruesa nube que cubría la luna, oyó que algo rodaba a su espalda. Primero creyó que había sido su cabeza que ya empezaba a descomponerse, pero luego reprodujo mentalmente el sonido que había oído y, con pereza y sin mucha convicción, se incorporó y giró lentamente hasta quedar apoyado sobre un codo. A través de su liviana camisa se traslucían un montón de costillas; su boca roída se torcía en un gesto de estéril enfado. Casi junto a la roca, a unos pocos centímetros de ésta, vio un ánfora parada en la arena. Cerró los ojos y volvió a abrirlos; necesitaba corroborar que aquella aparición no fuera un espejismo que viniera de la mano del hambre o de la locura. Antes de recogerla miró en derredor y sólo encontró vacío.
El ánfora era de un material extraño, mezcla de bronce, hierro y un género rojizo indefinible; contaba con una solidez y un peso enormes. Le dio trabajo alzarla y depositarla sobre la roca, y no supo si fue por el propio peso del objeto o si se debió a una carencia de fuerza. La examinó minuciosamente durante un momento y, al no encontrarle particularidad alguna, la olvidó y se durmió hasta el amanecer.
Cuando el sol escarlata despuntó en el cielo oscuro del nuevo día, algo habló.
—En tu caso… Quizá sólo en tu caso, la perseverancia es equivalente a la soberbia…
Abel, confuso, ladeó la cabeza.
—El hombre ha muerto, Abel, y tú todavía perseveranteperseverante sigues andando… ¿En busca de qué?, ¿acaso no es claro lo que sucede?
Hablaba en un tono razonable, paternal. El hombre oyó claramente estas palabras, pero no supo atribuirles realismo. El ánfora oscilaba sobre la arena, lejos de donde él la había dejado. Pronto entendió que la voz provenía de allí.
Abel, que había pasado años sin hablar y sin oír, abrió la boca e intentó articular:
—¿Quén erejs?
Su mandíbula dejó escapar un sonido óseo.
—Una gracia antes del último soplo —respondió el ánfora con una voz gruesa y melodiosa—. Serás el único testigo de la consumación, mi querido Abel..., mi soberbio y querido Abel.
Abel se incorporó, recogió la vasija y la sopesó con ambas manos. Había algo dentro. Sin vacilar, y para evitar los reflejos de la locura, la lanzó contra la roca. Al hacerlo, el ánfora estalló y el Dios salió de ella.
—¡¿Qué es ujsted?! —exclamó Abel horrorizado. Retrocedió torpemente y trastabilló.
La enorme criatura blanca le explicó que Él era la Fuente Divina, el Caos, el Ápeiron, el orden del Todo; le contó que era tiempo de que el cielo acabara, como ya había sucedido anteriormente, en otras muertes del universo, incluso en mano de otros dioses ya extintos. “Todo es un ciclo que debe renovarse, Abel, y así será siempre. Ahora mi labor consistirá en recomenzar la existencia”, contó. En el viejo Abel se mezclaban sentimientos de inferioridad y de cólera: ¿había soportado tanto sufrimiento para que al final viniera Él y lo diera todo por terminado?, ¿había buscado tan pacientemente la aguja en el pajar para que ese despótico granjero viniera a encender la yesca cuando se le antojase? Abel enfureció, y el rostro se le contrajo en una expresión horrenda.
—¡¡Ilusión, eso erejjjs!! ¡Una criatujra inventada! —graznó con impotencia.
Entonces, sin mediar palabra, el Dios sonrió con altivez, levantó la mirada, sopló una ráfaga de un color confuso y ahogó el cielo entero. Ya lo único que quedaba del universo era el desierto mundial en el que ambos se encontraban enfrentados. La negrura ese había tornado claustrofóbica.
—¿Quieres terminarlo ahora, Abel? —consultó con amabilidad—. De ser así, sólo cierra los ojos y…
Abel resopló, dio media vuelta y se alejó caminando en la oscuridad del desierto, ya sin cielo ni estrellas, ni nada sobre su cabeza más que el tinte parco de la nueva realidad. La criatura divina se fastidió y gruñó.
—¡¿Darle la espalda a un Dios?! ¡¿Qué clase de tontería es esa?! —exclamó sorprendido—. Dejé que tantos milenios pasaran y hoy sólo contemplo un montón de ruina y un ejemplar violento que falta al respeto a su Creador...
Abel giró y lo increpó sin vacilar.
—¡Tú no erejs mi Diosss! Si la humanidad es lo que yo represento, entonces como humanidajd tengo la capacidad de inventarjte —bramó. El Dios emitía graves quejas intraducibles. El escenario era oscuro como un simulador de vuelo; sólo las luces de emergencia de la ciudad a lo lejos, latiendo como frías luciérnagas azules—. ¿Acaso, si yo muero, hay alguna posibilidad de que existas? Sin hombre no hay Dios. Y si fueras un Dios ya lo hubieras acabado todo. ¿Es que tienejs que pedirme autorización para hacerjlo? —Abel entrecerró los ojos y su rostro endurecido de pronto pareció un dibujo tallado sobre una piedra—. No te reconozco como dejstino. ¡No te temo! Erejs mi sueño, el sueño de todos los hombrejs, un efecto de mi poca cordura… —manifestó. Jadeaba, sentía su garganta a punto de reventar de dolor—. No tengo Dios o, en todo caso, yo soy el Dios que te creó con la fuerjza de mijs ilusionejs…
La criatura lo observó en silencio. El viento corría y la arena se removía inquieta. La ira en la bestia divina pronto se disipó y dio paso a una calma inusitada; tras esto suspiró, asintió y desapareció en un blanco fogonazo sereno. En medio del desvanecimiento dijo: “Es tu turno, Abel, como el de cada último. Por más que quisiera, no puedo evitarlo. Que así sea”.
Abel, ya sin hacerse preguntas y desestimando la veracidad de todo lo que había ocurrido desde la aparición del ánfora hasta ese momento, continuó avanzando en la prieta oscuridad. Recorrió varios kilómetros más bajo aquel cielo sin astros hasta llegar a la cima de una colina. Desde allí veía entera a Ciudad Europa, que se distinguía por las toscas siluetas de los edificios y por los murmullos intermitentes que ocasionaba la incesante fricción de los cimientos. Abel, devastado, se sentó al borde de una loma a contemplar aquella metrópoli desde lo alto. El dolor de su cuerpo lo abrazaba en agonía. Guardaba la certeza de que la muerte le había cerrado el paso definitivamente; allí, quieto y sofocado, último, abrazado a sus piernas, contemplaba aquella pequeña existencia. Ya ni siquiera había luna, aunque en el fondo sabía que era él quien no podía verla, que todo se relacionaba con la declinación de sus sentidos y con nada más. Aún puesta la mirada en lo alto, abrió mecánicamente su bolso y extrajo un pedazo de carne envuelta en papel de aluminio que comió sin mucho ánimo. Los ojos le palpitaban húmedos. Torció la cabeza tras una punzada de dolor en la columna y una lágrima cayó sobre el reverso de su mano. Fue un hecho destacable, ya que hacía años que no brotaba agua de su cuerpo; era cálida y vertiginosa, como una caricia inesperada. Entonces, al ver ese milagro nacer de sí, y al caer en la cuenta de que la noche se había vuelto noche eterna, y que el Dios al que atribuía a su mente le había dicho que los dioses también se destronaban, se le iluminó el alma con una exótica esperanza. Al fin y al cabo, la locura es como una lámpara mágica: concede al loco lo que el loco desea tener. Tanto daba si él era un Dios o si era un demente.
Miró hacia la yerma soledad de Ciudad Europa, hacia el vasto hueco que había quedado de ella, y luego echó un vistazo al cielo exánime, sin estrellas ni galaxias. Esbozó una sonrisa temblorosa, con esa poca humanidad que le quedaba, extendió los brazos y dijo:
—Ábrase el cielo; hágase la luz…
Daniel Flores nació en Buenos Aires el 21 de julio de 1983, es músico, escritor y docente por vocación. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y, actualmente, cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. Realizó varios cursos de escritura, con Alberto Laiseca y Cecilia Sperling, entre otros. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), en donde hoy reside. Allí dirige un taller de escritura creativa y cuento breve. Es autor de Bajo un cielo carmesí, un libro compuesto por catorce cuentos que oscilan entre lo fantástico y el horror. Daniel mantiene su blog en www.verbaetumbra.blogspot.com
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