Fragmento
La mesa ocupaba el centro de la habitación. Un largo sofá la rodeaba por dos lados. Por el ventanal, podía verse el río que bajaba lentamente por la ladera del cerro. Atrás quedaba el bosque de lengas y quillayes. Había comprado la mesa azul hace algunos años, para compensar el verdor omnívoro que se colaba en las piezas durante todas las estaciones del año. Cuando el sol entraba en la mañana, el cuarto se iluminaba con una sensación pasmada de mar. En ocasiones, Juan abría la despensa, sacaba el salmón y lo acercaba amorosamente a su nariz. De esta manera, cerrando los ojos, podía recobrar la atmósfera de puerto y mercado.
No escribía cuentos ni poemas sobre la mesa. Para eso se iba al estudio donde tenía su computador, el cenicero y los cigarrillos marca Popular. En el living, prefería divagar, sentarse para escribir notas, retazos del día anterior. Desde su lugar, dominaba el pasillo de vigas cruzadas. Nunca las había mandado a embadurnar. Las prefería así, más rústicas, al desnudo. Al fondo, quedaba su recámara y la que había sido de los hijos. Aquí hilvanaba los fragmentos de su vida: un matrimonio temporal, pero fructífero. Las juergas con sus amigos maricas en tiempos de la represión, los estudios en torno al vino y la cerveza, las visitas semanales a la casa de su madre. Un taller literario y una revista, la única que había durado más de tres números, ahora de circulación nacional.
Ahora que estaba solo, que se había decidido recluirse para trabajar en esta casa que había construido con la venta de la editorial a un holding del rubro, ahora que no tenía más preocupaciones que las de administrar sus ahorros y de recibir las visitas de sus amigos escritores; no cesaba de recibir invitaciones para asistir a los infames asados chilenos. Y eran importantes. Juan nunca había sido un buen diplomático. No sabía decir no y aunque contemplaba las comilonas y borracheras como pecados de juventud, no resistía la súplica de sus amigos que lo sacaban del agradable retiro con palmeaditas y un “no seai fome, hueón” o el típico “si no tenís na que hacer”. Una vez allí, se deprimía lentamente con una copa de vino que nunca terminaba. Escuchó las mismas conversaciones, las mismas peleas sobre la cocción, George W. Bush y la globalización, el fútbol y en ocasiones, la literatura. Lo que más temía era encontrarse con sus admiradores, gente que tenía la colección completa de sus libros, desde las autoediciones de los ochenta, hasta el último libro, Crónicas de Emergencia, publicado en LOM. Se había convertido, se daba cuenta con paulatino horror, en un escritor de culto.
Comentarios
culto-cultura-cultrún-cultivo...
'de culto' es vraiment HORROROSO.