No todo lo que brilla es oro

Había caminado como una hora para llegar a tiempo y hacer que pareciera coincidencia. Cuando entré se rió al verme, a mí se me subieron los colores a la cara y sonreí también.
La primera vez que lo había visto fue aquí, en esta biblioteca. Le pregunté a la recepcionista si lo conocía y por ella averigüé su horario de lectura. Esta tarde era diferente, por fin me había decidido a hablarle por primera vez, así que, pese al calor sofocante en las mejillas, le dije ¡hola!, a lo que él respondió con un hilo de voz aguda, que más parecía un chillido.
Hablaba una lengua extraña, con sonidos guturales y al tiempo que habría la boca, se asomaba entre sus dientes una lengua puntiaguda y veloz. Traté de sonreír otra vez con naturalidad, porque ahora estaba algo nerviosa, él se dio cuenta de mi desconcierto pero no dijo más. Fue entonces cuando alzó la vista hacia la ventana, había un brillo molesto reflejado en sus ojos.
Apuntó sobre mi hombro. Al girar, una pelota amarilla, como de un metro de diámetro, cayó desde el cielo justo al lado del ventanal. Salimos -no había marca alguna en el suelo- ahí estaba como un sol pequeño y quieto.
Recordé una película en que un hombre guarda un hoyo negro en su bolsillo, me volvió la risa. Me fijé que el globo o lo que fuera, permanecía suspendido y los únicos que lo notaban éramos él y yo. Eran las dos de la tarde, pocos habían regresado de su colación. Los que estaban ahí, seguían ocupados en sus charlas triviales o continuaban ensimismados en los libros.

Repentinamente la esfera se tornó dorada, sentí un frío de nieve cuando él tomó mi mano y la apoyó sobre la bola. Desde ese momento, nunca más pude moverme, la maldición del Rey Midas nos convirtió en la típica estatua ubicada en la entrada de un edificio público.
Al final de cada jornada, imagino lo que él está sintiendo al contacto de mi mano. Algunos estudiantes enamorados nos bautizan con nombres curiosos. La ilusión que yo me hago es que los juncos sigan floreciendo a nuestro alrededor.

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