Los muertos también mueren | Iván Fernández Frías, desde Madrid

Patricio Bruna. El Gran Pretendiente, acuarela, año 2007
Es extraña la sensación que se queda en la boca al paladear la suciedad de las calles de Madrid. Como si de un charco de pestilencia se tratase, los cinco sentidos quedan irremediablemente impregnados con el hedor que nuestra sociedad ultra moderna se complace en esparcir por doquier . Aquella tarde, paseaba por una céntrica calle de la capital española con el propósito (poco productivo, por otra parte) de matar el tiempo. Era una tarde especialmente pegajosa, de esas que se encuentran a medio camino entre los últimos coletazos del invierno y los primeros balbuceos de la estación de las flores. Se podía intuir, además, el revoloteo generalizado de las gentes que volvían a sus casas para poder disfrutar del anteúltimo evento deportivo televisado, con la esperanza de que sus anhelos quedasen adheridos al destino de su equipo local como un chicle pisado a la zapatilla de un adolescente. Al fin y al cabo, están muertos.

En mi paseo, noto como la gente me observa. Quizás pueda parecer uno de esos ególatras paranoicos que creen que el mundo sólo gira en torno a sí mismo, o uno de esos miedosos que furtivamente se arrastran mirando a todos los lados y encerrados bajo unas gabardinas demasiado pequeñas para cubrir las manchas de soledad que se extienden por su frente. Ni lo uno ni lo otro. La gente me observa, soy consciente de ello, y dependiendo de mi estado de ánimo, me provoca plena indiferencia o un asco que apenas puedo reprimir. En muchas ocasiones mi humor oscila como un péndulo, tan rápido, que en un parpadeo puedo pasar de una completa dicha a la más profunda desesperación. Vale, quizás sí soy un poco paranoico, pero esa tarde, como tantas otras, la gente me miraba. Me miraban como se mira a un cadáver andante que fumaba sin parar.

Nada más salir del portal de mi casa, me detuve unos momentos intentando averiguar cuál era el verdadero propósito de mi paseo. Quería disfrutar del aire poco saludable de Madrid, pero también, propósito más íntimo, quería encontrarme con ella. Me la imaginaba como una suerte de Afrodita de cabello rojizo, con pecas en los pómulos y ojos verdes y brillantes como estrellas. Probablemente no pasaba de la veintena, y soñaba con comerse el mundo sin apenas despeinarse. Vendría de una familia humilde, no demasiado, pues su progenitor había conseguido ahorrar lo suficiente, tras años de trabajo en algún empleo no cualificado, cómo para que su hija, la "niña de sus ojos", pudiera ir a la Universidad. Vivirían en algún pueblo de la sierra madrileña, de esos donde la gente se mira a los ojos y los rumores circulan más rápido que el dinero. Esto había martirizado al padre, que tras el abandono de su mujer, se había quedado al cuidado de la casa y de su única hija. Ella, inconsciente hasta hace bien poco de la situación familiar, creía que su madre había muerto tras una larga enfermedad al poco de nacer ella. Ajena a la malicia de sus vecinos, había crecido alegre y contenta en una nube de algodón que se alejaba mucho de la cruda realidad. Ahora mismo su padre estaría bebiendo unas cervezas en la taberna, añorando a su hija, maldiciendo a su mujer, e intentando no pensar demasiado en que su vida, lejos de lo que habría esperado, se ha convertido en un montón de rutinas que el tiempo no ayuda a deshojar, etc.


Tras el breve momento de cavilación, tomé aire y dirigí mis pasos hacia un parque cercano, dónde el sonido de los pájaros se mezcla con el de los coches. Eso es lo único que nos queda a los urbanitas que soñamos con un campo verde alejado de todo y de todos. Es como si los recuerdos de nuestros abuelos, de un tiempo verdadero vivido en el campo, se hubieran mezclado con nuestros propios recuerdos, dando como resultado un coctel de irremediable sabor amargo. Amargo y falso. Como si heredásemos no sólo las características fisionómicas de nuestros ancestros, sino sus sueños y anhelos. Ahora bien, si antes la gente deseaba irse a la ciudad, a ese centro del arte y de la cultura, dónde alguien podía reivindicar la posición que ocupaba en el mundo, eso que el maestro Unamuno anhelaba ser, "nada menos que todo un hombre", ahora se habían invertido los términos de la relación. La gente como yo deseábamos una vuelta a la naturaleza, una naturaleza que habíamos idealizado por desconocimiento, dónde el trabajo en el huerto y el pasto de las bestias serían lo que nos construiría como personas. Obviábamos la dureza del trabajo manual, de la sensación de soledad que también provocaba el destierro voluntario hacia el mundo natural. La soledad, con toda seguridad, es algo irremediablemente intrínseco al hombre, que en tanto está encerrado en un cuerpo, sólo desea liberarse, hacerse uno con el universo. Por eso la gente creía en estupideces como el alma, o el cielo, o la salvación en Dios. Por eso la gente lloraba a solas o ahogaba sus penas con rostros sin nombre que apenas conocía. Porque estar sólo es muy difícil de llevar, e ignoramos que lo verdaderamente difícil es hacer de nuestra soledad el motor de nuestra vida. Estamos solos porque somos individuos. Porque sólo una parte de nosotros puede ser compartida con el resto de la gente. Porque, en definitiva, puede existir un verdadero "tú y yo"; pero nunca un "nosotros" pleno y completo. Pero me estoy, de nuevo, desviando de mi paseo. Espero que sepáis disculparme, no tengo prisa. Al fin y al cabo, estoy muerto.

Muerto no de indiferencia, o de esa muerte espiritual que tan bien queda en las biografías de los dictadores y filósofos. Estaba muerto y encerrado en un cuerpo con vida. Ahora es cuando debería deciros cómo y en qué circunstancias morí, o siendo más exactos, cómo fue que perdí la vista. Pero os voy a ahorrar mis divagaciones. Lo único que tenéis que saber es que un buen día no podía ver. Tras años pasados en salas de espera de media España, tan sólo un hombre fue capaz de mirarme a mis ojos vidriosos y decirme la verdad. El buen doctor Martínez, hombre vulgar como su apellido, pero excelente médico y comunicador, me dijo:

—Estás ciego. Nunca más recuperarás la vista. Y cuanto antes lo afrontes, antes podrás adaptarte y volver a construirte una nueva vida.

El buen doctor Martínez. Ni puta idea de lo que significa la palabra “sensibilidad”, pero en esos momentos de mi vida, necesitaba un puñetazo de realidad. Y desoyendo los consejos del doctor, preferí morirme y dar por zanjado el asunto. Corté mis lazos familiares todo lo que pude. Dejé de recibir visitas de mis amigos. Pues en esos momentos lo que menos te apetece es imaginar las miradas de pena que se deben estar echando unos a otros mientras tu cuentas por enésima vez que es irreversible. No, no veo nada. No, tampoco distingo formas. No, mi vida es una puta mierda, no intentes consolarme. Al fin y al cabo, estoy muerto.

Y así como un cadáver que se sabe tal, comencé mi paseo con la esperanza de encontrarme con ella. La busqué en el parque cercano a mi casa, donde tantas noches había bajado (con o sin vista) a disfrutar de unas caladas de excelente hachís marroquí. Pero ella no estaba. La busqué desesperadamente entre la gente que se agolpaba ante los escaparates de los locales comerciales que se extendían hasta el infinito. Y ella no estaba allí. Tengo que decir, en honor de la verdad, que no me sorprendió no encontrarla. Sólo la había escuchado una vez, mientras daba uno de mis paseos nocturnos, mientras juraba a su padre, por teléfono móvil, que estaba bien. Que no necesitaba nada. Que estaba en casa estudiando. Que no, papa, ya te llamaría yo, etc. La acompañaba un inconfundible olor a licor barato que me puso cachondo. Y mientras su voz se apagaba, mi erección no hacía sino aumentar. Así son las putas cosas. Pero no, por favor, no os compadezcáis de mí. Al fin y al cabo, estoy muerto.

Toda la historia de la chica (que no sé siquiera si es pelirroja) era fruto de mi imaginación. De mi imaginación fantasiosa y de mi libido, más fantasioso aún si cabe. Pero ansiaba encontrarme con ella. Decirla que la quería, que no me importaba que también estuviese muerta. Que juntos, podríamos revolcarnos y hacer un cadáver exquisito. Que me daba igual que ella creyese que estaba viva. Yo sabía la verdad. La había delatado la tranquilidad con que mentía a su padre. La rapidez con que intentaba acabar la conversación y el fuerte olor a licor barato que tanto había influido en mis prácticas masturbatorias. ¿Acaso los muertos se masturban? Esa será probablemente tu pregunta, amable lector. No te preocupes, no lo tendré en cuenta. Quizás no sabes nada de la muerte porque lo vives como un mal sueño. No tengo nada que reprocharte. Al fin y al cabo, amable lector, estás muerto. Muerto y podrido por dentro.

Y seguí buscándola. Pero cada vez que olía a licor barato y creía estar cerca, mi pene me indicaba lo contrario con un gesto despectivo. Así que seguí recorriendo plazas y calles, metiéndome en bares y pidiendo cerveza tras cerveza, esperando. No tenía prisa. Sólo quería encontrarla. Encontrarla y decirla que la quería que no me importaba que estuviese muerta, etc. Pero cada vez me parecía más obvio que ella nunca aparecería. Lo más probable es que una chica como ella, por muy muerta que estuviese, no frecuentase esta clase de garitos. A mí me parecía que el olor a fritanga era una característica imprescindible para cualquier bar que se quisiese llamar tal. Por muy muerto que alguien estuviese, una caña bien tirada es una buena caña. El resto, sólo basura. Repugnante y maloliente basura. Esos sucedáneos de auténtica cerveza que normalmente te servían en cualquier garito (de esos que cualquiera llamaría respetable) sólo manchan el buen nombre de una de las bebidas alcohólicas más antiguas destilada por el hombre.

Y continué, cerveza tras cerveza, buscándola por las calles de Madrid. De un Madrid atestada de cadáveres andantes que miraban mi bastón con pena, que me agarraban el brazo cuando me tambaleaba borracho y estaba a punto de caerme por la acera. De cadáveres que apestaban a sudor y a melancolía, a los que me encantaba insultar con un desprecio casi criminal. Y de repente, la olí. Mi pene me confirmó el olor. Mi cuerpo se estremeció completamente. Como una suave vibración que nace en la punta de los dedos de mis pies, subió hasta mi cabeza y bajó por mi brazo derecho hasta la punta del bastón que sujetaba. Era ella. Estaba aún lejos, en algún bar cercano o a la vuelta de la esquina. Arrojé el bastón, completamente borracho, y corrí hacia ella. Corrí chocándome con cadáveres apestosos, apartando muertos con mis manos extendidas; corrí como nunca antes había corrido. Hasta que aquel coche detuvo mi carrera. Al revés que a los vivos, querido lector, cuando a un muerto le atropellan todo se hace luz. Una luz tan intensa que hizo que me cagase en los pantalones. Y morí. Pero poco antes de escupir los últimos estertores de sangre amarga de mi boca, por encima del revuelo y los gritos del ejército de cadáveres que pueblan Madrid, y que en torno a mí se arremolinaban, noté su olor más cerca que nunca. Mi pene no me confirmó nada de nada porque estaba completamente muerto. Mucho antes de que yo abandonase, por fin, este mundo, mi pene ya había muerto. La olí, acercándose a mi cuerpo inerte y probablemente retorcido sobre el duro asfalto. Noté su cuerpo inclinándose sobre mí, agarrando mi cabeza por la nuca. Noté sus labios pegajosos en mi oreja, y sentí una bocanada de su aliento sobre mi oreja que decía:

—Abre los ojos, chico. ¿Me escuchas? ¿Estás bien?

Los abrí. La pude ver, por fin. Era como si el destino se reía de mí para concederme unos últimos segundos de visión antes de que mi corazón dejara de bombear sangre. La miré, pero no era ella. No era la chica pelirroja que había dibujado en mi mente fantasiosa. Era un cadáver más con rostro de muerta. Pero su voz era la misma que había mentido a su padre aquella noche que la escuché por vez primera. Pero su cara, su maldita cara era una puta calavera. Una calavera que desde sus cuencas vacías me miraba con pena. Con pena y compasión, esa horrible compasión que encadena al ser humano a un estado de superioridad infinita. Cerré los ojos, apretando fuertemente los párpados hasta dejar de respirar. Ahora descanso en paz, muerto al fin. Pero no sientas, miserable lector, no se te ocurra sentir compasión por mí. Ya estaba muerto, igual que tú, desde hace mucho tiempo. ¿Y qué es la muerte para alguien que ya está muerto? La única esperanza que nos queda. R.I.P.

Iván Fernández Frías: nací en Santander (España) en 1985 y me vine a Madrid para estudiar. Licenciado en Filosofía en la Universidad Complutense; actualmente estoy escribiendo mi tesis doctoral sobre la filosofía de Spinoza y el Idealismo Alemán, bajo la tutela del profesor José Luis Villacañas Berlanga, en la misma U.C.M. Escribo desde siempre, y mi interés literario está influenciado por la literatura clásica de Alemania y el Sturm und Drang: Goethe, Schiller, Klopstock, Novalis …

Comentarios

Anónimo dijo…
Me ha encantado el texto...
Saludos desde Tijuana, México :)
Unknown dijo…
Con mucho respeto para el texto, quisiera añadir que me ha gustado la acuarela.

Saludos!!

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