Cuando supimos de la melancolía | J.S. de Montfort, Barcelona
Eran esas bragas robadas al suelo de los descampados, blanquísimas, que caían de las ventanas del nuevo edificio, y se escondían con habilidad entre la basura y el violento crecer de los yerbajos. Un edificio que contrastaba con los minúsculos chalés, hechos a pedazos, a golpes de vigor, este año una pared, otra al próximo. Por eso muchos estaban ferozmente destartalados. Desde la terraza del ático del edificio, estoy seguro de que se hubiera podido tocar el cielo con los dedos. Era espectacularmente alto y nuevo.
En la frontal, de cara a la playa, el edificio tenía enrejados de punta de hierro. Atrás, donde íbamos nosotros a buscar las bragas, una pared infinita y recta, grisácea. Y en un hueco ínfimo caían las bragas desde los patios de luces.
Las tardes del invierno hubieron sido sin duda mejores que las del verano, porque hacía más viento y, por tanto, deberían caer más bragas, pero nosotros estábamos en la escuela, en clases de inglés, de taekwondo, o de informática, o de baloncesto. Y en la ciudad.
¿Y si las arrojan sus propietarias, sabedoras de nosotros?, llegamos a pensar una tarde. Ya se adivinaba de nuevo el verano. Y nos iríamos pronto a la costa. Pero, ¿y si fueran las bragas de sus madres?, dijo uno de uno de otros. Y el semblante se nos volvió atroz como una migraña: las madres son intocables.
Al principio el verano se repartía entre las bicicletas, las piedras y robar cascos de botellas del trasero de un restaurante. Y luego romperlas en la calle, impunemente, claro. Ah, y la merienda inexcusable, a las seis.
Llega un momento en el que o uno se cansa de pedalear sin destino (o reiteradamente de escoger siempre el mismo), o simplemente se le pone el pito tieso y empieza a hurgar en su conciencia, sabedor de su culpa.
En este punto, los niños tienen dos opciones: buscarse aliados o esconderse de sus congéneres.
Ya más o menos todos habíamos experimentado la sensación de romper los calzoncillos. Y como siempre ocurre, hermanos mayores, primos, vecinos, o simples listillos abanderados de una madurez recalcitrante, nos habían hecho ver que bajo de los pantalones teníamos algo que buscaba ser mostrado, y dada la carencia efectiva de oportunidad, lo mejor era buscarle fetiches, decían ellos. “¿El qué...?” Y nos quedábamos perplejos, asintiendo, esperando, temiendo contradecirles por si no nos incluyeran en ese club que solo forman los hombres, ya de un mayor rango, la entrada al cual te posibilita que te crezca la barba, te salgan pelillos en las axilas (y en otro lugar también). Y decíamos “sí, sí, sí...”, frotándonos las manos y dándonos empujones envalentonados. Pero no teníamos ni puñetera idea de lo que estaban hablando. Pero, por ello mismo, teníamos miedo de no ser considerados hombres.
Nos juntábamos en la calle, los incipientes hombrezuelos, entre los coches, mientras escuchábamos dispersos los ronquidos de nuestros padres a la vez que la televisión daba el partido o insulsas galas veraniegas. Por otra parte el ajetreo confuso, histriónico pero siempre dulce, de nuestras madres jugando a las cartas, todas reunidas en una misma terraza, guiñándose los ojos las unas a las otras.
Entre los sonidos calientes del verano, los mayores, los listillos, los vecinos o cualquiera legitimado por el pelillo del mostacho, nos hablaba de frotamientos y de putas, y nosotros nos exonerábamos por la presencia imaginaria de unas bragas que una belleza con boca de mujer lanzaba desde su ventana al descampado. Pero con todo, algo irrefrenable nos obligaba a escucharles.
Guardábamos las bragas en una caseta entre los huertos, ligeramente alejada de donde vivíamos, en una zona donde no se había comenzado a construir. Eran bragas sin identificación ni etiqueta, sin un nombre o una dirección; aquello hacia difícil el reconocimiento de su dueña. Y tal vez por eso era más inquietante.
Pero las mirábamos como si contuvieran un código, un lenguaje, como si concentrándonos en las bragas pudiéramos adivinar los ojos, la sonrisa, el cuerpo, los muslos de quienes las habían llevado.
Todas las noches apurábamos la cena en la boca, masticándola mientras salíamos corriendo de nuestras casas y hacíamos la digestión subidos en la bicicleta. Teníamos siete bragas, todas ellas blancas. Aparentemente de mujeres distintas. Dos de ellas eran idénticas, con el mismo lacito al frente. Del resto, algunas tenían dibujos más infantiles, y otras, definitivamente acabamos deduciendo que pertenecían a mujeres de una sofisticación mayor. Ello venía dado por la costura, la calidad del hilo o la finura al tacto. Sin lugar a dudas, pertenecían a mujeres de mundo, cosmopolitas, dijo alguien, y nos quedamos igualmente cabeceando, pero sin saber qué quería decir. Y tampoco nos demoramos en que nos explicara. Estábamos concentrados en las bragas.
Así fue durante noches y noches, todo julio quizá.
Por las tardes, cuando el sol se sostiene en el horizonte y el ritmo se relaja, íbamos nosotros a buscarlas, sabedores de que era el mejor momento. Muchas tardes nos marchamos de manos vacías. Muchas tardes.
Para mí resultaba incontestable que al menos una de las mujeres fuera rubia. Por qué, me preguntaron algunos. Está claro, por la finura del hilo, por las líneas convergentes y la caída de las costuras, en cascada, como ese cabello que tienen las rubias. “Pero si mi prima es rubia y tiene el pelo liso”, objetó uno “¡Pero si tu no tienes ninguna prima, mentiroso!”. “Sí, sí, objetó él, mi prima Luci, la hija de Toñín”. “¡Que te calles!, que es de una rubia como yo te digo...”.
Otros opinaban que se trataba sin lugar a duda de una pelirroja “¿Y eso?”. “Es muy fácil, ¿ves estas bragas con los dibujos de ositos como de mermelada? Fíjate la bufanda que lleva, ¡Roja! Es de una pelirroja”. “Ello es por el pelo púbico”, dijo uno de los mayores, de los que andaba a medio camino entre nosotros y los hombres. Y como no entendíamos lo que decía, se frotó los genitales. Entonces asentimos todos, riéndonos, “sí, sí pelirroja, pelirroja”, y ya comenzábamos a sentir cierta actividad en el hueco que las piernas dejan entre sí. Excitados, y en círculo, sentados de cuclillas en el suelo, nos íbamos pasando las bragas, con curiosidad, simplemente manoseándolas, imaginando que tocábamos al tiempo el vello de la mujer. Al poco, todo el mundo quería marcharse para su casa, saltábamos violentamente a las bicicletas, sin mirarnos unos a otros, avergonzados, y nos encerrábamos en nuestro cuarto.
-¿Que tienes sueño...?, decía la abuela normalmente según me veía correr por el pasillo y subir a las habitaciones.
Pero hay cosas que hacen los niños que es mejor no sepan las abuelas. “Sí, sueño, abuela”.
Yo después gustaba de escuchar la radio. Había una locutora de voz suave que hablaba de cosas sin sustancia, tontunas; pero daba igual, incluso si hubiera anunciado una inminente guerra nuclear, un bombardeo aéreo, yo no hubiera sido capaz de no pensar en mujeres, en bragas, mientras escuchaba su voz, que siempre era la anticipación de la geometría de una mujer, de ella, de alguna mujer.
Y al final tenía que apagar la radio. Y aparecían las fiebres. Y un delirio tifoideo se adueñaba de mi cuerpo núbil. Entonces aparecía san Antonio en mis sueños con una caldera de aceite hirviendo “¿Qué, estas bien?”, se escuchaba en el aire. Y tenía que envalentonarme, carraspear como un hombre y luego con una voz grave, de cazador de serpientes, decía: “Sí, sí, por supuesto, estoy bien, mamá, muy bien” haciendo unas oes exageradas y precisas. Sólo entonces seguía durmiendo mi madre. Yo aguardaba en silencio.
Aunque nadie hubiera de advertirlo hasta días después, yo ya había robado una de las bragas. Ponía la prenda a mi lado en la almohada, buscándole formas, entre el fragor de mi emergente sexualidad, conteniendo la respiración. Aguantando el aire para que nadie reconociese mis resoplos. A punto de morir por falta de oxígeno. Y entonces aparecía san Antonio otra vez con la mujer rubia, y yo le decía, Antonio, Antonio (habíamos convenido tutearnos), te dije que era rubia, te lo dije. Y entonces le caía una lluvia de azufre que lo desintegraba. Y yo me despertaba con un grito, alertando a mi madre y a mi padre.
La recurrencia hizo que mi madre pensara que se trataba de pesadillas inherentes a mi genio, y por ello pensó que no debían ser tratadas con mayor importancia. Una infección estomacal semanas después vino a menguar todavía más la sospecha y a instaurar mi condición débil frente a cualquier tipo de enfermedad, y en adelante, cualquier arrebato se consideraba puro síntoma, pero amparado por la dolencia común, la que supuestamente ataca a los niños “especiales”.
Los demás pensaron que se trataba de un descuido, a la perdida de la primera de las bragas me refiero. Pero pronto se descubrieron las revistas pornográficas (pues todos tenemos un abuelo, un padre que las conserva escondidas en el desván, en una estantería, en el cajón ambiguo de un escritorio).
Hubo que hacer toda una tarea de reconocimiento vecinal en aras de dar con aquellos subproductos. Toda una legión de chavalines registraba día tras día los dormitorios, los despachos y, sobre todo los armarios más llenos de polvo y ruina. Yo prefería perderme en la habitación de aquellos que tenían hermanas y echarme sobre las sábanas, en las cuales descansaba en plácido reposo, escarbando bajo la almohada donde convenientemente se refugiaban los pequeños pijamas de verano, con las telas suaves, orillados con motivos florales o simples pespuntes, y entre la totalidad de la prenda, arbitrariamente, alguna muestra de la chica se manifestaba: un olor, una leve imprecisa mancha, un pelo, una pestaña, tal vez con suerte un resto de maquillaje.
Y para mi desilusión, de la incorporeidad de las bragas todos se lanzaron a descubrir pechos, pezones, culos, pelvis, ombligos... La imaginación dejó paso a la ilustración, menos dificultosa. Todos se abrazaron a la caza de las fotografías más explícitas, de los chistes de mayor impudor, de los dibujos más exagerados y proteicos. La caza mayor se centraba en la atracción obscena de la vulva abierta, emergiendo desaforada y lúbrica y vulgar entre la entrepierna, apenas una sombra de la elegancia que la cubre.
Las revistas desgastadas pasaban inflexibles de manos húmedas a manos más húmedas. Para mí aquello era como meterle a alguien una cámara por el recto: de una asquerosa sencillez.
Yo me resigné a mis bragas, más poéticas, según yo veía. Y así, me fue fácil acabar robando toda la colección. No es que no se dieran cuenta, es que simplemente le perdieron el valor.
Las reuniones se trasladaron a lugares nuevos, con frecuencia transitorios y variables, donde lo que menos importaba era si las mujeres eran rubias o pelirrojas, primaba la cantidad de carnes que atesoraban en las fotos. Y cada vez había menos palabras y más la vista fija en las revistas y la mano ocupada. Según fueron muriendo los últimos días del verano un poco fue acabándose la niñez.
El paso siguiente fueron inevitablemente las llamadas perspicaces a los teléfonos de los clasificados. Luego frecuentar como gatos las luces agitadas de las casas prostíbulos. Y hubo de llegar la escuela, el taekwondo, el baloncesto, el inglés y la informática, y además el dibujo, la música y el recelo, y el inevitable alejamiento, y las primeras chicas de carne y hueso, todas ellas reconocibles e insulsas. Además eran mínimos los intersticios que permitían saborear la expectación de las mujeres imaginadas. Y la divergencia multiplicó nuestros caminos.
Yo preferí, aunque solamente pudiera hacerlo en el juego manipulado de la memoria, preferí volver a la caseta de los huertos, donde las primeras reuniones en torno a las bragas.
Solía imaginar a todos mis antiguos compañeros intentando deslizar sus manos por el cuerpo de las niñas, las cuales se las retiraban, chispeando empero los ojos. Y había columpios, rejas, toboganes, un tenso ejercicio, una suerte de guerra pactada, donde peleaban manos confusas propias de cuerpos deseosos. Y los imaginaba en el ridículo espantoso de dejarse caer los calzoncillos, de un modo brutal, mientras las niñas cuchichearían, reirían.
Mis amigos, quién sabe dónde, seguirán ridiculizándose conscientemente frente a las niñas -que probablemente ya no serán tan niñas-, tratando de robarles un beso fulgurante, una caricia, frotándose contra ellas con la excusa de cualquier ingenuo juego. Dejé de frecuentarlos, obvio.
Ha pasado el tiempo, hasta que la verdad se ha hecho memoria, y ahí es donde habito.
La costa se llenó de edificios y piscinas, y donde los huertos hay ahora cemento y chalets, y apartamentos, pero los mayores recordamos lo otro, todo aquello. Yo lo recuerdo, al menos.
Una voz cae sobre mí, leve y fina como imagino siguen cayendo las bragas de las ventanas, sin concretarse. Igual que se está comenzando a colar la luz por las rendijas de la ventana. Y me entra el pánico.
Recomienzo, para mí, de nuevo, bisbiseando: “eran aquellas bragas robadas al suelo de los descampados...”
Recojo las bragas de la mesilla, escondo el día con las cortinas y me vuelvo oscuro a la cama. Las extiendo con parsimonia sobre las sábanas, notándolas con la mano mientras trato infructuosamente de evocar una voz.
Al rato, sin remedio, rezongo y con el dedo saco volumen de un transistor, y se oye entonces suave, leve, anunciando una guerra en un país de nombre impronunciable, la voz de alguna mujer a la que se le puede adivinar la geometría dichosa. No puedo dejar de imaginarla, sus bragas, su perfecta y lejana figura, su rubio vello...
José de Montfort (Castellón, 1977) es Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Barcelona, así como diplomado en Literatura Creativa por la Escuela TAI-Madrid. Forma parte del consejo editorial de la Revista Literaria Hermano Cerdo. Sus relatos y ensayos han aparecido en diferentes revistas como La Bolsa de Pipas, La Movida Literaria, Revista Cinosargo. Cuadernos del Matemático o SalonKritik. Recientemente le ha sido concedido el primer premio del Concurso de relatos de la revista chilena Point Magazine. Escribe regularmente en su dietario/blog La Soledad del deseo. http://lasoledaddeldeseo.wordpress.com ; jsdemontfort@gmail.com
Comentarios
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demás está decirles que ese día será muy gratificante para mí si cuento con vuestra presencia.
Los extrañamos......................