Tránsito a Isis | Daniel Flores, Argentina
Isis apareció de la nada, como salida del viento. Yo vivía en un piso 12, en un edificio ubicado sobre la avenida Mariano Moreno, en Caballito, de pie tras una hilera de álamos amarillos, buzones y parquímetros. Desde el vamos, era poco probable que un gato siamés se colara por el portal de entrada —siempre custodiado por los ojos de lince de Juan y la mano de hierro de Alberto, según los turnos— y subiera doce pisos por escalera con el fin de llegar a mi puerta y ponerse a rascarla con desenfreno. Pero sucedió tal cual lo poco probable. En un primer momento supuse que había escapado de algún otro departamento, porque traía consigo un collarcito de seda negro del que pendía un ankh (o llave de la vida, según la simbología egipcia) y en él llevaba grabado su nombre: Isis. Aguardé unos días a ver si alguien lo reclamaba en la recepción, pero pasó el tiempo y el gato nunca fue denunciado como desaparecido.
Hasta un segundo antes de que alzara a Isis en mis brazos yo era mis libros, mis hobbys solitarios, mi ateísmo y mis sesenta y siete años sin pareja ni nada. Yo era un nombre de pila con un apellido arbitrario adjunto; yo era un trabajo de oficina que me maltrataba el alma y la empequeñecía día a día, un ciudadano derecho con una vida sin saltos. Ahora puedo decir que, después de ella, todo ese mundanismo carece de valor. Ya no soy el mismo de antes. Ni siquiera soy tan viejo como antes.
Para qué mentir, desde un principio nos llevamos bárbaro. A pesar de que nunca me había gustado la idea de meter mascotas en el departamento, con la siamesa corríamos de acá para allá, nos tumbábamos sobre la alfombra de la sala y ella se despatarraba con alegría como si fuese una niña en un arenero, o se trepaba a la mesa de un salto para alcanzarme un brazo con su garrita enguantada de negro mientras yo rodeaba el mueble; me acechaba como los tigres acechan a los conejos, siempre buscando que yo le siguiera la broma, así, como si en su mente el juego no acabara nunca y fuera parte de una guerra de batallas esporádicas, como si para ella no existiera una línea que separara las horas, los días, los estados de ánimo. No, Isis vivía en otro mundo. Me mataba de cariño cada vez que me ponía a preparar alguna comida y ella se me quedaba quietita al pie mirándome toda estatuilla. Era realmente fabulosa; pero más allá de la belleza y la gracia que transmitía, había otra cosa: cuando me miraba con esa compenetración insondable tan particular de los felinos, se intensificaba hacia dentro y me obligaba a entrar en ese lugar desde el que vivía. Me llevaba con ella. Contemplar el azul linfático de sus ojos, delineados seductoramente con una hebra fina negra que ascendía desde el margen de sus párpados hasta la entrada de las orejas, hacía que uno se sintiera como naufragando en un limbo dorado y rojo. Tan dorado y tan rojo. Tan lleno de cosas quietas y presuntamente antiguas e inasibles. Era, más que una visión, como sospechar que estaba ese algo allí, y mentalmente uno podía entenderlo a pesar de no saber de qué se trataba, pero no había modo de definir esa certeza: una vez que se quería pensar en lo que se estaba viendo, todo acababa. “Azul, azul”, empezaba repetirme entonces, pensando aún en el rojo y en el dorado, en las fantasías quietas más allá de Isis, porque eso era lo que veía con la mente y no con los ojos. Pero azul, azul veía yo en verdad, parado ahí en la cocina. Así, cuando se volvía a reconocer el intenso azul de sus ojos, se estaba fuera de Isis nuevamente, del lado del mundo en el que yo estaba en mi casa cocinando, del lado de todas las cosas no imaginarias. Lo curioso es que, una vez fuera, ya no podía repetir esa presunción de visiones que me había revelado la siamesa, todo era una bruma vaga, una resaca agresiva, un olvido perfecto para un algo imposible.
Hubo, más adelante, otras caídas en Isis; y algunas llegaron a ser extremas. Es cierto que había días en que yo la buscaba para entrar allí, o para lo que fuera que pasaba durante ese contacto, porque en ese momento no tenía idea.
Recuerdo una tarde de enero, mirábamos televisión y ella se había trepado a mi falda y había comenzado a rascarme el pecho, buscándome para jugar. Aquella vez no la miré directamente a los ojos, sino que me centré en el pendiente de su cuello, en el ankh. Lo tomé y me dispuse a examinarlo; no le hallaba nada especial, hasta que de pronto se me vino a la mente una idea que no pensé voluntariamente: es un amuleto, murmuró quienquiera que hubiera sido. Y luego —doy por cierto que no lo imaginé— del pendiente comenzó a brotar una melodía acompañada con timbales y coros; se oían también palos de lluvia, cencerros y sonajas. Isis maullaba con insistencia, pero su voz se confundía con la música del ankh. El coro aumentaba su intensidad en un crescendo lírico; reconocí en él un predominio de voces femeninas. Parecía un ritual. Entonces fue Isis quien se pegó a mi cara y me miró a los ojos mientras yo oía la ceremonia. En los ojos de Isis, otra vez el mundo rojo escarlata y el dorado intenso como un esplendor, aquella vez sí pude quedarme con algunas imágenes, muy vagas: amplios pasillos bajo arcos de medio punto, portales, patios enormes y jardines interminables y floridos. Luego, lo que parecía que el recuerdo de Isis traía a sus ojos por la música: un playón en medio de cuatro estatuas de divinidades ignotas, un grupo reducido de seis o siete personas formando un círculo, fuego, una sacerdotisa alzando un amuleto, un gato muerto en el centro… Isis muerta, hasta que el amuleto se anuda a su cuello y entonces se incorpora y huye. Los ritualistas la ven alejarse, ellos ahora en silencio. Todo terminó, y como debía ser. Logro percibir vagamente un cielo ígneo de nubes rojizas; el suelo abajo es amarillo y hay antorchas vacilantes en las paredes. Luego la escena se deshizo y volví a la parte del mundo Isis, ese limbo magnífico. Y de pronto azul, azul y apareció de nuevo la siamesa afuera, la televisión como una voz lejana y acuosa, el living, la realidad. Azul, azul, que era casi pensamiento y casi conjuro: como decir adiós, como cerrar una puerta al falso mundo. Pero había muchísimo más por recordar y me era vedado; no me era suficiente con eso. Necesitaba comprenderlo todo y asirlo, sentirme parte funcional de ese secreto. Había allí una perfección para la que no hay adjetivos, y cosas que no pueden ser sustantivadas porque son eso, configuraciones que sólo puede haber en la realidad Isis, objetos y formas que no tienen convención.
Pasaba el tiempo y cada día era mayor la necesidad de compartir las horas con ella. Ya no podía pensar en otra cosa. Isis, gata, diosa, gata, Isis, iba y venía su existencia por mi mente como el amor de una mujer. Poco a poco me fui alejando de todo, pero gustoso. Ya no cocinaba casi, es cierto, ni lavaba mi ropa, ni limpiaba la casa ni nada, pero en ese tibio caos nos entendíamos. Con el correr de los meses, incluso, dejé de ir al trabajo; pagaba las facturas, el alquiler y hacía las compras por medio de un servicio de cadete; desconecté el teléfono de línea y tiré el celular. Me desentendí perfectamente de todo y sin peros. Mi hogar ahora estaba del otro lado. Y viví un buen tiempo así, solo con Isis, sólo para ella, jugando, yéndome cada vez con mayor frecuencia.
Hasta que me convertí en Isis.
Sucedió una vez, mientras viajaba, en que me quedé perdido en una escena múltiple y ya no logré volver. Realmente deseaba regresar, amaba esa fantasía en el otro extremo de la existencia, pero aún había humanidad en mí y me ataba con el temor. De a poco fui notando como, al permanecer allí, iban revelándoseme cosas que antes no podía ver. Comencé a recorrer Isis, sus vastos jardines, sus pasillos de arco con aroma a azahar y la costa del río; también paseé por el mercado, conocí a otros que ya vivían en Isis desde tiempo atrás. La excursión fue tan placentera que, sencillamente, me olvidé de regresar y se rompió el hilo que me unía con mi anatomía.
No es algo que haya buscado pero, por fortuna, sucedió.
Hace cuestión de unas horas entré al Ágora de Isis, un hermoso edificio bastante similar a la antigua Biblioteca de Alejandría, pilares y columnas tallados en rodocrosita y amatista, fuentes de mármol negro y recreos colosales, con el fin de redactar esta breve memoria. A saber, se nos otorgan diferentes ocupaciones aquí y una de ellas es la de Asistentes de Memorias, quienes nos encargamos de recolectar y organizar una vasta serie de relatos experienciales con el fin de tener registro de los recuerdos de los hombres que fuimos en otro tiempo. Los sacerdotes afirman que algún día los seres no elegidos del Planeta (como llaman a la otra vida) lograrán cruzar a este plano por vía de la ciencia avanzada, y lo primero que harán será acudir al Ágora con el fin de obtener un registro histórico-poblacional de Isis, y que quizá mediante el testimonio de miles de hombres y mujeres satisfechos con su nueva existencia se evite una guerra. No hay grandes certezas y, en todo caso, para eso faltan eones. Mientras tanto, Isis, nuestra ciudad-divinidad, continúa poblándose.
Aunque mi ateísmo haya quedado en otro plano, contaba con una premisa que hoy en día sigo tomando por válida e incuestionable: se puede elegir no creer en los dioses, seguro que sí, pero sólo cuando no se está en frente de uno.
O cuando no se está en él.
Azul, azul, mortales.
Daniel A. Flores nació en Buenos Aires, el 21 de julio de 1983. Es músico y escritor. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y actualmente cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), donde reside hasta hoy.
Hasta un segundo antes de que alzara a Isis en mis brazos yo era mis libros, mis hobbys solitarios, mi ateísmo y mis sesenta y siete años sin pareja ni nada. Yo era un nombre de pila con un apellido arbitrario adjunto; yo era un trabajo de oficina que me maltrataba el alma y la empequeñecía día a día, un ciudadano derecho con una vida sin saltos. Ahora puedo decir que, después de ella, todo ese mundanismo carece de valor. Ya no soy el mismo de antes. Ni siquiera soy tan viejo como antes.
Para qué mentir, desde un principio nos llevamos bárbaro. A pesar de que nunca me había gustado la idea de meter mascotas en el departamento, con la siamesa corríamos de acá para allá, nos tumbábamos sobre la alfombra de la sala y ella se despatarraba con alegría como si fuese una niña en un arenero, o se trepaba a la mesa de un salto para alcanzarme un brazo con su garrita enguantada de negro mientras yo rodeaba el mueble; me acechaba como los tigres acechan a los conejos, siempre buscando que yo le siguiera la broma, así, como si en su mente el juego no acabara nunca y fuera parte de una guerra de batallas esporádicas, como si para ella no existiera una línea que separara las horas, los días, los estados de ánimo. No, Isis vivía en otro mundo. Me mataba de cariño cada vez que me ponía a preparar alguna comida y ella se me quedaba quietita al pie mirándome toda estatuilla. Era realmente fabulosa; pero más allá de la belleza y la gracia que transmitía, había otra cosa: cuando me miraba con esa compenetración insondable tan particular de los felinos, se intensificaba hacia dentro y me obligaba a entrar en ese lugar desde el que vivía. Me llevaba con ella. Contemplar el azul linfático de sus ojos, delineados seductoramente con una hebra fina negra que ascendía desde el margen de sus párpados hasta la entrada de las orejas, hacía que uno se sintiera como naufragando en un limbo dorado y rojo. Tan dorado y tan rojo. Tan lleno de cosas quietas y presuntamente antiguas e inasibles. Era, más que una visión, como sospechar que estaba ese algo allí, y mentalmente uno podía entenderlo a pesar de no saber de qué se trataba, pero no había modo de definir esa certeza: una vez que se quería pensar en lo que se estaba viendo, todo acababa. “Azul, azul”, empezaba repetirme entonces, pensando aún en el rojo y en el dorado, en las fantasías quietas más allá de Isis, porque eso era lo que veía con la mente y no con los ojos. Pero azul, azul veía yo en verdad, parado ahí en la cocina. Así, cuando se volvía a reconocer el intenso azul de sus ojos, se estaba fuera de Isis nuevamente, del lado del mundo en el que yo estaba en mi casa cocinando, del lado de todas las cosas no imaginarias. Lo curioso es que, una vez fuera, ya no podía repetir esa presunción de visiones que me había revelado la siamesa, todo era una bruma vaga, una resaca agresiva, un olvido perfecto para un algo imposible.
Hubo, más adelante, otras caídas en Isis; y algunas llegaron a ser extremas. Es cierto que había días en que yo la buscaba para entrar allí, o para lo que fuera que pasaba durante ese contacto, porque en ese momento no tenía idea.
Recuerdo una tarde de enero, mirábamos televisión y ella se había trepado a mi falda y había comenzado a rascarme el pecho, buscándome para jugar. Aquella vez no la miré directamente a los ojos, sino que me centré en el pendiente de su cuello, en el ankh. Lo tomé y me dispuse a examinarlo; no le hallaba nada especial, hasta que de pronto se me vino a la mente una idea que no pensé voluntariamente: es un amuleto, murmuró quienquiera que hubiera sido. Y luego —doy por cierto que no lo imaginé— del pendiente comenzó a brotar una melodía acompañada con timbales y coros; se oían también palos de lluvia, cencerros y sonajas. Isis maullaba con insistencia, pero su voz se confundía con la música del ankh. El coro aumentaba su intensidad en un crescendo lírico; reconocí en él un predominio de voces femeninas. Parecía un ritual. Entonces fue Isis quien se pegó a mi cara y me miró a los ojos mientras yo oía la ceremonia. En los ojos de Isis, otra vez el mundo rojo escarlata y el dorado intenso como un esplendor, aquella vez sí pude quedarme con algunas imágenes, muy vagas: amplios pasillos bajo arcos de medio punto, portales, patios enormes y jardines interminables y floridos. Luego, lo que parecía que el recuerdo de Isis traía a sus ojos por la música: un playón en medio de cuatro estatuas de divinidades ignotas, un grupo reducido de seis o siete personas formando un círculo, fuego, una sacerdotisa alzando un amuleto, un gato muerto en el centro… Isis muerta, hasta que el amuleto se anuda a su cuello y entonces se incorpora y huye. Los ritualistas la ven alejarse, ellos ahora en silencio. Todo terminó, y como debía ser. Logro percibir vagamente un cielo ígneo de nubes rojizas; el suelo abajo es amarillo y hay antorchas vacilantes en las paredes. Luego la escena se deshizo y volví a la parte del mundo Isis, ese limbo magnífico. Y de pronto azul, azul y apareció de nuevo la siamesa afuera, la televisión como una voz lejana y acuosa, el living, la realidad. Azul, azul, que era casi pensamiento y casi conjuro: como decir adiós, como cerrar una puerta al falso mundo. Pero había muchísimo más por recordar y me era vedado; no me era suficiente con eso. Necesitaba comprenderlo todo y asirlo, sentirme parte funcional de ese secreto. Había allí una perfección para la que no hay adjetivos, y cosas que no pueden ser sustantivadas porque son eso, configuraciones que sólo puede haber en la realidad Isis, objetos y formas que no tienen convención.
Pasaba el tiempo y cada día era mayor la necesidad de compartir las horas con ella. Ya no podía pensar en otra cosa. Isis, gata, diosa, gata, Isis, iba y venía su existencia por mi mente como el amor de una mujer. Poco a poco me fui alejando de todo, pero gustoso. Ya no cocinaba casi, es cierto, ni lavaba mi ropa, ni limpiaba la casa ni nada, pero en ese tibio caos nos entendíamos. Con el correr de los meses, incluso, dejé de ir al trabajo; pagaba las facturas, el alquiler y hacía las compras por medio de un servicio de cadete; desconecté el teléfono de línea y tiré el celular. Me desentendí perfectamente de todo y sin peros. Mi hogar ahora estaba del otro lado. Y viví un buen tiempo así, solo con Isis, sólo para ella, jugando, yéndome cada vez con mayor frecuencia.
Hasta que me convertí en Isis.
Sucedió una vez, mientras viajaba, en que me quedé perdido en una escena múltiple y ya no logré volver. Realmente deseaba regresar, amaba esa fantasía en el otro extremo de la existencia, pero aún había humanidad en mí y me ataba con el temor. De a poco fui notando como, al permanecer allí, iban revelándoseme cosas que antes no podía ver. Comencé a recorrer Isis, sus vastos jardines, sus pasillos de arco con aroma a azahar y la costa del río; también paseé por el mercado, conocí a otros que ya vivían en Isis desde tiempo atrás. La excursión fue tan placentera que, sencillamente, me olvidé de regresar y se rompió el hilo que me unía con mi anatomía.
No es algo que haya buscado pero, por fortuna, sucedió.
Hace cuestión de unas horas entré al Ágora de Isis, un hermoso edificio bastante similar a la antigua Biblioteca de Alejandría, pilares y columnas tallados en rodocrosita y amatista, fuentes de mármol negro y recreos colosales, con el fin de redactar esta breve memoria. A saber, se nos otorgan diferentes ocupaciones aquí y una de ellas es la de Asistentes de Memorias, quienes nos encargamos de recolectar y organizar una vasta serie de relatos experienciales con el fin de tener registro de los recuerdos de los hombres que fuimos en otro tiempo. Los sacerdotes afirman que algún día los seres no elegidos del Planeta (como llaman a la otra vida) lograrán cruzar a este plano por vía de la ciencia avanzada, y lo primero que harán será acudir al Ágora con el fin de obtener un registro histórico-poblacional de Isis, y que quizá mediante el testimonio de miles de hombres y mujeres satisfechos con su nueva existencia se evite una guerra. No hay grandes certezas y, en todo caso, para eso faltan eones. Mientras tanto, Isis, nuestra ciudad-divinidad, continúa poblándose.
Aunque mi ateísmo haya quedado en otro plano, contaba con una premisa que hoy en día sigo tomando por válida e incuestionable: se puede elegir no creer en los dioses, seguro que sí, pero sólo cuando no se está en frente de uno.
O cuando no se está en él.
Azul, azul, mortales.
Daniel A. Flores nació en Buenos Aires, el 21 de julio de 1983. Es músico y escritor. Cursó estudios de Corrector Literario en el Instituto Superior de Letras Eduardo Mallea y actualmente cursa materias del Profesorado de Lengua y Literatura. A los 25 años decidió mudarse a la provincia de Tucumán (Argentina), donde reside hasta hoy.
Comentarios
Gracia por tu tiempo
Libreria Virtual Anticuaria El Viejo Libro
Edward Contreras Vergara.
www.elviejolibro.com
Santiago de Chile
Como siempre siguiendo tus obras.
Me gustó el tema, el desarrollo y el desenlace.
Azul, azul, mortales...cuántas veces quisiera decir así para quedar en el mundo creado. Aunque no tenga nada que ver con Isis.
Saludos.
Amanda, agradezco tu lectura y tus palabras. Es cierto eso de que, en ciertos casos, no estaría mal cerrar un falso mundo con una especie de abracadabra, ¿no? Un "Azul, azul", que bien puede ser cualquier otra cosa. ¡Gracias!