Noruega | Laura Iglesias Liste, Argentina

Había decidido no volver a afeitarse las piernas, y dejar de arrancarse el bigote inconsistente que le crecía lento arriba de los labios. No era un flagelo más sobre su feminidad marchita, era intentar aplastar cualquier intento sexual que la sometiera a su tormentoso marido que ya hacía años se había convertido en un borracho misógino, estereotipo de mexicano ofensivo en las caricias y tierno durante el sueño y las noches de carnaval. Había decidido no usar más que pantalones de lino, de esos que no marcan los glúteos y que sólo suponen la consecución rectilínea de una espalda cansada.

Previó la llegada de turistas que parasen en la ruta justo frente al cruce  y sintiesen por primera vez la emergencia de un solaz de bebida y, con suerte, de algún tentempié sólido. Entonces empezó a pelar las papas, cascar unos huevos, escribir en la pizarra ennegrecida por el polvo del camino Tortilla 3$.

Llegaron, como debían hacerlo, cansados pero de buen humor, de un humor que contrastaba con el ambiente rezagado y pueblerino, lleno de estampillas religiosas, de paganismos híbridos, de televisores que reproducían a todo volumen la programación berreta de los canales de aire. El salón del Comedor parecía ser una prórroga inconclusa  de la casa de ladrillos de adobe en la que vivían.  Unas cuantas mesas se acomodaban como pupitres de escuela entre otros bártulos que nunca llegaban a integrarse al mobiliario de fonda: un tocadiscos inutilizable sobre una heladera comercial, un gato amarillo que afilaba sus uñas sobre un tapiz apelotonado, manteles cuadrillé forrados en un hule transparente, flores artificiales sobre envases de gaseosas.

La mujer escuchó el pedido estrujando un repasador con motivos navideños que le había regalado su marido la pasada nochebuena.

La tele anunciaba los números ganadores de la lotería. Hacía siete años que le jugaba a los mismos dígitos, confiando en una mezcla de convencimiento estadístico y en la fe devota a San Cayetano, como se llamaba su padre. Ganar la lotería era la única redención posible, una especulación no menos pretenciosa que la del rescate del príncipe convertido en un manojo de cifras, y ahí sí, conocer las ciudades, vivir en ellas como aparecían en el mazo de cartas que habían olvidado unos turistas y que guardaba no sin recelo: una Londres esquizofrénica de monstruos colorados sobre ruedas, una París higiénica y aristocrática, Roma atolondrada y cortejada, y su favorita que era el cinco de copas, Oslo, que reproducía un atesorado cuento de hadas, en su imagen de castillos y lagos nevados, como una delicada escenografía de una cajita musical.  Pero no habían salido sus números, y entonces puso la sartén sobre el fuego con los ojos abstraídos, mirando los huevos batidos como si estuviese viendo un brebaje mágico que pronto coagularía, transformándose en la solidez perfecta de una tortilla.

Los turistas intercambiaban oraciones corteses frente a la simpleza gourmet de los huevos y las papas. Uno estaba anonadado con el color anaranjado de la yema. Otro comía voraz y recordaba el olor de la cocina de su abuela. Discutieron sobre el punto “babé” de los huevos y el gusto exagerado del europeo por los alimentos crudos. Tendencia que se había globalizado junto a las endibias y el cebiche parafraseado en el sushi ahora tan moderno.  Habían dejado el dinero sobre la mesa como una ofrenda litúrgica. Desde la cocina los vio partir, con los pies cansinos pero alegres, cargando sobre sus espaldas el universo que necesitaban. Todos los mochileros parecían iguales, tenían algo de camellos o de astronautas, con ese paso ralentizado y desprolijo.

Se acercaba la hora de la novela y todavía le quedaban los platos por lavar. Mientras el agua fría corría entre las manos ásperas y las ollas grasientas, pensó en lo feliz que sería  cerca de los lagos congelados de la foto de Noruega. Pensó que en realidad cualquier otro lugar valía la pena. Y, como si toda su vida se estuviese escurriendo por el desagüe de la cocina, cerró la canilla, fue a buscar el dinero que había ahorrado en silencio guardado en una bota de goma,  y dejando las cacerolas sucias, lo puso en un bolsito de mano, junto al mazo de naipes.

Llegó hasta el cruce con la confianza aprendida de los mochileros a los que tantas veces había asistido con sumisión. Llegó con el deseo de que alguien la levantara, la rescatara al fin. Abrió la billetera para verse en el espejo del estuche, que le devolvió una cara arrugada y polvorienta, pero se miró satisfecha y animada, era la primera vez que se sentía valiente. Entonces pensó que tal vez podría parar en el próximo pueblo a acicalarse, a quitarse el olor a frito y el bigote sombrío que ya no necesitaría.

Laura Iglesias Liste (Buenos Aires, 1977) estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires, se graduó de Licenciada y Profesora en Letras Modernas. Trabaja como docente de Lengua y Literatura. Es escritora de relatos breves y poemarios.


Ilustración de Gabi Rubi. Diseñador e ilustrador. Vive en Buenos Aires. Técnica utilizada: Biromes, rotrings, collage de fotos intervenidas, manchas y retoque digital.

Comentarios

Anónimo dijo…
Muy bueno, muy triste y a la vez es una propuesta alentadora a dar el paso que te ponga a distancia de las situaciones lo que nos molestas.
Es más que bueno, está escrito con las imágenes justas y una música única....bellísimo
Anónimo dijo…
Hermoso! Sentí las emociones de la protagonista! Juliana C. (si, yo!)
Anónimo dijo…
Muy Bueno, intenso en las sensaciones, triste pero liberador. Pienso lo bueno que sería que lo leyeran tantas mujeres que se sienten atrapadas por ciertas realidades hosyiles.... Gracias Laura!
Anónimo dijo…
Muy Bueno, intenso en las sensaciones, triste pero liberador. Pienso lo bueno que sería que lo leyeran tantas mujeres que se sienten atrapadas por ciertas realidades hosyiles.... Gracias Laura!

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