Ejercicio de Creación Colectiva
27-04-2007
Estaba sentado mirando la pantalla del computador. No necesité darme vuelta para saber que venía. Cuando me saludó los ojos se me llenaron de lágrimas. Yo no entendía qué pasaba.
Sentí que estaba dejando ahí una parte de mi historia, los mejores años de mi vida. En el fondo sabía que era necesario y la dejé partir.
Paulina no hallaba cómo consolarme. Me traía agua con azúcar, finalmente salimos a comprar chocolates. Mientras ella habla del poder que tiene el chocolate para levantar el ánimo, yo apenas paladeo, los ojos se me llenan de lágrimas. Salado y dulce en mi boca.
No quiero volver a trabajar, Me desperté temprano, ya había llorado todo lo que tenía dentro. Llamé a la oficina, inventé una excusa barata. Me puse el buzo y troté hacia el parque. Hace tiempo que no corría. Ahí, veía parejas besándose, gente riendo, yo ajeno a todo eso. Fue una sorpresa sentirme de esa manera, al llegar, traté de disimular la tristeza de mi cuerpo. Ella me leyó, yo no dije nada. Se despidió. Le cerré un ojo, si hablaba las lágrimas rodarían otra vez. Miré alrededor, aún había cosas suyas. Entonces tomé la decisión de salir de allí y comenzar otra vez.
Compré unos zapatos rojos y unas medias de seda. Me vestí con la ropa de Paulina y salí a caminar por El Golf. Un hombre detuvo su auto. Cuando me habló pensé en Paulina, en la cantidad de correos que tendría que borrar el lunes. La odié por los zapatos rojos, por las medias y por el maquillaje recargado. El hombre preguntó cómo me llamaba. Paulina, le dije, Paulina. Pero no subí. Algo de dignidad me quedaba. Corrí con el rimel haciendo barro en mi cara.
Una loca alegría me invade. Pienso en mi dulce venganza. En una semanas más, decenas de depravados comenzarían a llamar a su casa solicitando servicios sexuales. Reía, iba a sacarme los zapatos. Un jeep frenó de golpe frente a mí. Mi madre me miró. Sin decir una palabra, abrió la puerta del auto y me subí. Fuimos a casa.
Lo primero que hice fue sacarme los zapatos. Tomé una ducha caliente, pensando que recordaría esta aventura por el resto de mi vida.
- Cuando se entere tu padre, va a querer enviarte de vuelta a Ámsterdam.
- No estoy en edad de recibir órdenes. Me quedaré, porque no voy a seguir huyendo.
27-04-2007
Estaba sentado mirando la pantalla del computador. No necesité darme vuelta para saber que venía. Cuando me saludó los ojos se me llenaron de lágrimas. Yo no entendía qué pasaba.
Sentí que estaba dejando ahí una parte de mi historia, los mejores años de mi vida. En el fondo sabía que era necesario y la dejé partir.
Paulina no hallaba cómo consolarme. Me traía agua con azúcar, finalmente salimos a comprar chocolates. Mientras ella habla del poder que tiene el chocolate para levantar el ánimo, yo apenas paladeo, los ojos se me llenan de lágrimas. Salado y dulce en mi boca.
No quiero volver a trabajar, Me desperté temprano, ya había llorado todo lo que tenía dentro. Llamé a la oficina, inventé una excusa barata. Me puse el buzo y troté hacia el parque. Hace tiempo que no corría. Ahí, veía parejas besándose, gente riendo, yo ajeno a todo eso. Fue una sorpresa sentirme de esa manera, al llegar, traté de disimular la tristeza de mi cuerpo. Ella me leyó, yo no dije nada. Se despidió. Le cerré un ojo, si hablaba las lágrimas rodarían otra vez. Miré alrededor, aún había cosas suyas. Entonces tomé la decisión de salir de allí y comenzar otra vez.
Compré unos zapatos rojos y unas medias de seda. Me vestí con la ropa de Paulina y salí a caminar por El Golf. Un hombre detuvo su auto. Cuando me habló pensé en Paulina, en la cantidad de correos que tendría que borrar el lunes. La odié por los zapatos rojos, por las medias y por el maquillaje recargado. El hombre preguntó cómo me llamaba. Paulina, le dije, Paulina. Pero no subí. Algo de dignidad me quedaba. Corrí con el rimel haciendo barro en mi cara.
Una loca alegría me invade. Pienso en mi dulce venganza. En una semanas más, decenas de depravados comenzarían a llamar a su casa solicitando servicios sexuales. Reía, iba a sacarme los zapatos. Un jeep frenó de golpe frente a mí. Mi madre me miró. Sin decir una palabra, abrió la puerta del auto y me subí. Fuimos a casa.
Lo primero que hice fue sacarme los zapatos. Tomé una ducha caliente, pensando que recordaría esta aventura por el resto de mi vida.
- Cuando se entere tu padre, va a querer enviarte de vuelta a Ámsterdam.
- No estoy en edad de recibir órdenes. Me quedaré, porque no voy a seguir huyendo.
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