Rojo Intenso | por Sonia Leal

Su estudio era un espacio amplio apto para el desorden, piezas de ropa dispersas por todo el lugar, papeles de diario cubriendo el suelo, restos de pintura en los muebles, botellas de licor vacía en las esquinas de la habitación, una cama deshecha y una sola ventana por donde de vez en cuando entraba el sol.
Paolo mojó su pincel con decisión en el vaso con agua. Miró el lienzo y se dijo así mismo ya me hablará, mientras se paseaba por los papeles de diario en el suelo y miraba su entorno como buscando algo. De pronto sus ojos se detuvieron ante unas fotografías colgadas en la pared. Era la imagen de sí mismo en el pasado mucho más joven y feliz posando para una revista italiana y sosteniendo su premio al talento revelación de aquel año. Le irritaba pensar que nada tenía que ver con el Paolo de hoy: rostro apesadumbrado, cabellos canos pese a sus 38 años, manos huesudas y frente llena de pliegues... sin duda aquel hombre veinteañero de la fotografía ya era parte del ayer. ¿De qué se reiría él en aquellos años? ¿de su época de sequía creativa actual o de la gran obra que estaría a punto de realizar?
Se dirigió hacia la mesa. Se sirvió una taza de café. El lienzo seguía estando en blanco y todo su ser entraba en cólera de sólo pensar en ese vacío que nublaba su mente. Sus manos, que dejaron la taza sobre el platillo desde donde la había retirado de su mesa, pasaron a tocar unos sobres impresos con un membrete bancario y que estaban algo arrugados. La expresión de su rostro se ensombreció por unos momentos. Tenía que salir algo pronto de ese lienzo, si no, se vería en serios aprietos. Giró su cuerpo y caminó con paso seguro por la habitación. Se asomó a la ventana con la esperanza de encontrar un incentivo, algo que le ayudase a vencer ese bloqueo y la inspiración llegara por fin, sin embargo, luego de observar unos minutos, nada logró motivarlo.
El ruido del teléfono lo desconcertó. Miró por todos lados y no pudo dar con el aparato. Mientras el insistente ring continuaba, Paolo se tapó los oídos con las manos y se arrodilló en el suelo, tratando de evadirse del momento, del sonido, de su falta de inspiración, de sus deudas, de su soledad. Su mente divagaba entre recuerdos y aplausos del pasado. De pronto vino a su memoria la imagen de aquella musa de años atrás, a quién había abandonado a su suerte en Milán. La muchacha mirándole desde el balcón, mientras él subía sus maletas al taxi. En un momento se había volteado a mirarla pero ella ya no estaba. ¡Si él no hubiese sido tan orgulloso!
—Paolo. —escuchó de pronto a su lado.
Sobresaltado volvió su rostro hacia la puerta de entrada. El intruso era de baja estatura, cuerpo pequeño, algo robusto, de ojos intensos y de escasa cabellera. Sus manos pequeñas y gruesas sostenían un duro maletín de cuero negro y su atuendo era bastante formal.
—Paolo, ¿no escuchaste el timbre? —preguntó el hombre quién le miraba estupefacto—, estuve un buen rato tocando y nunca me abriste.
—¿Y cómo entraste? —preguntó luego de que por fin logró articular palabras.
—Pues... sólo empujé la puerta. Tienes que tener cuidado, no querrás que alguien entre a robar las pocas pertenencias que te quedan, ¿verdad?
—No es mucho lo que queda Alfonso, así que no importa que entren.
—Vamos Paolo, no seas pesimista. Todavía tengo fe en ti. Por algo sigo siendo tu representante, ¿no?
—Pues no deberías... he estado toda la noche en vela y nada ha salido de ese lienzo. ¡Absolutamente nada!
—A lo mejor necesitas salir de este estudio por un rato, te haría bien el aire de afuera, salir con alguna chica, ¡Vivir la vida, hombre!
—Para que luego ella se mate como sucedió con Amelia, ¿verdad? pues no, gracias.
Alfonso lo miró por unos instantes conmovido. El fantasma de Amelia había vuelto a surgir entre ambos y para él era un tema ya cerrado. Tenía muy presente eso sí aquel fatídico día en el que la muchacha se había quitado la vida. Él fue quien descubrió el cuerpo la mañana siguiente y nunca pudo explicar qué había ido a hacer él en esa casa ya abandonada muchas horas antes por su representado.
—No sigas culpándote por lo de Amelia, ella ya había cumplido 20 años cuando se separaron en Milán, eso fue solo el destino.
—No trates de hacerme sentir bien. Yo la abandoné.
—Eso fue hace 10 años, Paolo. Ya sería bueno que lo dejaras atrás.
—¡Nunca! —gritó enfurecido Paolo—, ¿cómo olvidar que me fue infiel y que nunca la perdoné? Fue mi culpa que se fijara en otro, y estoy seguro, luego de todos estos años, de saber quién era ese otro, el desgraciado que también la abandonó por miedo a lo que yo pudiese hacer.
Alfonso se acercó nervioso a la mesa buscando algo de café. Cuando logró dar con una taza sin usar, se sirvió un poco, mientras se esforzaba por calmar su respiración. De pronto su atención se centró en los sobres de cobranza del banco. Paolo notó que Alfonso los había visto.
—Quieren embargarme, Alfonso, ¿qué gracioso, no? quieren embargar la cama, la mesa, la silla, y mis pinceles— rió con ironía.
—Paolo, esto es serio —dijo tomando el sobre y sacando el contenido— podrías ir preso por esto.
Paolo había tomado nuevamente su pincel y había empezado a trazar lineas sobre el lienzo.
—No me digas lo que tengo que hacer Alfonso, ya sabes que me irrita tu tono mandón.
—Paolo, no te molestes conmigo, solo hago mi trabajo.
—Si hicieras bien tu trabajo, yo no estaría pasando pellejerías, ¿no?
Alfonso había dejado la carta sobre la mesa y le miraba enojado. Paolo seguía tirando trazos sobre el lienzo y continuaba reprochando a Alfonso. Este se defendió:
—¿Y qué me dices de tu desorden? Nadie puede vivir en estas condiciones. Yo me preocuparía.
—¿Ves? ya me estás diciendo qué hacer. ¿No deberías estar llamando a las galerías para ofrecer mis pinturas?
—¿Y qué pinturas quieres que ofrezca? Todavía no terminas ni una sola.
Paolo seguía pintando con ira sobre el lienzo. Había tomado ya la paleta de los colores más intensos y seguía liberando sus emociones sobre el fondo blanco, ese que tanto odiaba y aborrecía aún más gracias a la discusión que estaba sosteniendo con Alfonso.
—No me vengas con sermones, Alfonso. Un representante sabe lo que significa trabajar con un artista.
Paolo había estado desquitándose con la pintura, colores y trazos firmes le estaban llevando a un estado de máxima creatividad y la posible imagen de una mujer sobre un charco de sangre salía de sus movimientos erráticos y desquiciados.
—Pues sí, los artistas son extraños, pero tú te pasaste del límite.
—¿A sí? ¿pues qué me dices de los representantes? Tan pronto el artista deja de producir, se vuelven malditos y te abandonan o peor, se quedan para restregarte el fracaso en tu cara.
Trazos iban y venían por el lienzo y la mujer iba tomando un rostro, era su musa, Amelia sobre la bañera. Sin embargo, le faltaba algo a la imagen, algo que realmente resaltara su belleza y la crueldad de la escena.
—Suficiente, me marcho —dijo mientras tomaba su maletín— No vales la pena. Con razón Amelia se buscó a otro. Estoy seguro que ese hombre realmente la amaba y la podría haber hecho más feliz que tú.
Esa fue la gota que rebalsó el vaso. El artista se apartó de su obra y corrió hacia Alfonso, derribándolo. Este intentó defenderse pero Paolo era un hombre de gran altura y fuerza, así que comenzó a golpearlo primero con los puños y luego con el maletín que había caído al suelo junto a él. Entre quejidos Alfonso intentaba convencer a Paolo que le dejara en paz, pero los golpes se hacían más fuertes cada vez.
—Desgraciado, ¡siempre supe que eras tú! — gritó Paolo, mientras seguía castigándolo.
Luego de un rato, Alfonso ya no hablaba, sus manos ya no luchaban por zafarse de la ira de Paolo...
Paolo abrió sus ojos y estaba frente a su pintura. El rostro de la bella Amelia le conmovía. En sus manos tenía una pintura de color rojo intenso y de textura viscosa y por sobre todo de procedencia nueva, nunca antes usada en sus anteriores creaciones. Pasó sus dedos sobre el lienzo. Ahora sabía con certeza que esa sería su obra de arte.

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