La ciudad secreta de Amusnor | Iván Fernández Frías, España


Somos nuestra memoria, somos 
 ese quimérico museo de formas 
inconstantes, ese montón de espejos rotos.
 Jorge Luis Borges

Muchas son las puertas que llevan a los muros de la ciudad secreta de Amusnor. Una se encuentra en una cripta en la abadía de Melrose en Escocia. Otra, en algún lugar al oeste de los interminables pasadizos bajo la ciudad de Toledo. Ferécides insinúa que el tocón de un roble en la isla de Lesbos alberga un pasadizo hacia la ciudad secreta de Amusnor. Las leyendas sioux se hacen eco de un arco de luz que surge de la tierra y cuyos colores siempre varían. Un arco de luz por el que difícilmente pasaría un hombre adulto y que, sin embargo, traspasaron dos mil búfalos sin salir jamás por el otro extremo.[1] Ninguno de estos pasadizos me llevaron a mí a los ajados muros de la ciudad secreta.

Casi por casualidad, en una tarde fría de otoño, me encontré deambulando por las alborotadas calles circulares de la medina de Fez, pensando quizás en la diversidad de colores que las especias mostraban desde sus nidos en los puestos ambulantes. O quizás pensando en Amusnor, no me acuerdo. La verdad es que solamente puedo ver el pasado bajo una tela de confusión. Me acuerdo de un chiquillo de no más de diez años corriendo por callejuelas cada vez más estrechas. Puedo sentir aún mis zapatos golpeando las irregulares piedras serpenteantes en un desesperado intento de no perder de vista a aquel mocoso. Y luego, bruma. Una niebla que parecía sólida surgía de cada agujero que a modo de ventana se asomaba a aquella calle perdida. Con el corazón casi saliéndose de mi pecho, me detuve, o creí detenerme. Quizás continué corriendo, por que la siguiente imagen que mi mente tiene a bien mostrarme me presenta un escenario nocturno: camino sin pizca de aquel cansancio antes tan presente. La calle muta a estrecho corredor. Las circulares ventanas, cada vez más espaciadas, se sitúan anormalmente altas o a ras de suelo. Veo una ventana minúscula con forma de semicírculo a la altura del suelo. Cuando, presumiblemente, me detengo a mirar, los recuerdos vuelven a desaparecer. Ahora estoy dentro de la estancia y observo la ventana desde el otro lado. Se encuentra a más de doce metros de altura. Y es monstruosamente grande, tanto que ocupa toda la parte superior de la pared. Reconozco la ventana por la forma en la que se encuentran las piedras talladas, con innombrable mal gusto: ora salientes, ora entrantes; ora negras, ora marmóreas. E increíblemente obscenas.

Recuerdo darme la vuelta y comprobar la majestuosidad de la estancia en la que me hallaba. Casi como un en desierto inmenso, mis ojos no lograban hallar la pared opuesta. Sin embargo, una vez comencé a caminar, sin llegar siquiera a dar ni un paso, a escasos metros de mí pude apreciarla. La pared no parecía tener ninguna abertura, ni inscripción ni irregularidad. Solamente una vieja puerta de madera, con el pomo oxidado y combada sobre el quicio.

―La ciudad secreta de Amusnor―dije en voz alta.

Con un chillido y un crujir de madera vieja, similar al que puedes escuchar al girar el timón de un viejo galeón español, conseguí abrir la puerta. Un corredor se extendía a mis pies, desembocando en una estancia de forma circular que se bifurcaba, a su vez, en tres corredores. Dos de ellos llevaban a otras dos estancias circulares idénticas a la anterior. Cada uno de los cuatro corredores terminaba súbitamente al alcanzar de nuevo la vieja puerta de madera por la que había entrado. Es un laberinto, me atreví a concluir.
El otro corredor llevaba a una estancia circular, idéntica a todas las demás, pero con dos escaleras, una en sentido ascendente, la otra descendente. No es un laberinto, pensé, sólo un simulacro de laberinto.
La escalera ascendente, la que seguí, me llevó a los agrietados muros de Amusnor. Eran de arcilla o barro, y se extendían hasta donde mi vista podía alcanzar. Una única inscripción, en arameo, se repetía a iguales intervalos a lo largo del muro. La inscripción decía:

La diferencia se repite infinitamente (eternamente)

Caminé durante largo tiempo rozando con mi mano derecha el muro y contando las inscripciones hasta llegar a las dos mil. Me detuve. El hambre y la sed no me dejaban de acosar. Si la diferencia se repite eternamente ―musité― existirá un lugar del muro cuya inscripción diga todo contrario; sino, sería la identidad la que infinitamente se repitiera. Continué andando hasta caer exhausto. Al despertarme leí instintivamente la inscripción que en el muro se encontraba tallada:


La diferencia se repite infinitamente (eternamente)

La inscripción miente ―las palabras reptaron por mi garganta. Puede que alguna tribu perversa adorase a algún dios sin rostro o con rostro cambiante, y que en honor a la poliformidad de aquella deidad, sus acólitos erigieran el muro que bordeaba la ciudad secreta de Amusnor. Ese Dios de múltiples caras siempre reaparece bajo una forma diferente. Se trata de una secuencia indeterminada en la que una variable va cambiando: su rostro.

Continué caminando lo que me parecieron eones, circunvalando la ciudad secreta de Amusnor. A través de los muros se dejaba ver una serie de pináculos y bóvedas de aspecto siniestro, construidos con arcilla. La ciudadela, desde fuera, no parecía reiterativa: sus edificios no parecían repetirse de forma consecutiva. Pensé :“el Dios no cambia de rostro: cambia de nombre.”

Pensé instintivamente en los nombres judaicos para la deidad: Dios es Adonai, y también El Betel, y El Olam, Eloah, Elohim, Hashem, Yah… cada nombre quiere representar una función o aspecto de Dios. Quizás esta ciudad sagrada quiera decir lo mismo. Al final del muro sin final, cuando llegué a un punto que era diferente a todos los demás pero idéntico a la vez, detuve mis pasos. “Si el muro es eterno, no merece la pena caminar más.”

Me senté en el suelo y medité. Leí la inscripción una y otra vez, al derecho y al revés; cada letra por separado, cada palabra por sí sola. Jugué con las palabras: las cambié de sitio, combiné las letras, hice malabarismos con ellas. Grité y lloré de desesperación y de recogimiento espiritual, intermitentemente. Al borde del colapso físico y mental, descubrí perplejo un pequeño agujero dentro de la inscripción. Ínfimo, del tamaño de una judía, se notaba manufacturado y correctamente tallado, en forma de semicírculo. Se situaba entre las palabra repetición e infinito. Acerqué mi rostro hasta golpearlo con la piedra y miré dentro…

Vuelvo a estar en la extraña habitación. La ventana semicircular, otra vez gigantesca, está en la pared de enfrente mío. Detrás, la llanura insondable que acaba bruscamente cuando empiezo a caminar. “Sí, es un laberinto. Un laberinto circular y eterno.”

La puerta carcomida que estaba en el extremo opuesto a la ventana se abrió con el particular crujido de madera. Apareció un hombre con gesto tranquilo y sonrisa permanente. Me miró a los ojos y dijo:

―¿Has llegado hasta la ciudad secreta de Amusnor?

Su mirada contestaba la pregunta que sus labios habían expresado. Sus ojos parecían decir: “No, no has conseguido traspasar el muro, porque es eterno. Creíste todo el rato que la ciudad secreta se encontraba más allá de los muros, pero la verdadera ciudad secreta estaba en el laberinto, en la secuencia de las inscripciones, en las letras, en la ventana semicircular, en los nombres de Dios.”
Su cara me era extrañamente familiar.

―Una vez creí vislumbrar la forma de entrar a la ciudad secreta, traspasar los muros, comprender la inscripción ―sonreía.

Sus ojos, esos ojos. ¿Por qué me eran tan conocidos?

―Miré como tú a través de la ventana semicircular y volví a comenzar el proceso.― La postura encorvada, el lenguaje pausado… ¿Dónde lo había visto?

―Comencé de nuevo, una vez tras otra, eligiendo diferentes corredores, subiendo la escalera o bajándola, eligiendo diferentes inscripciones, siempre con la misma conclusión: la diferencia se repite eternamente ―continuó.

Como un latigazo, mi mente comprendió quién era ese hombre que parecía vagar por el laberinto infinitamente.

―Si la ciudad secreta de Amusnor existe y no es un sueño ―dijo―, el muro circular es su final, y no su entrada.

―Borges ―contesté― Usted es Borges y, además, está muerto. Tiene sentido que su infierno sea un laberinto circular, pero ¿el mío?

―¿El infierno? Eso es un invento teológico, una condenación eterna no existe como no existe una salvación eterna. ¿Muerto? Más bien alejado de la realidad, apartado de ella, distanciado o exiliado. Pero no muerto. 
El laberinto en el que usted y yo nos encontramos es la ciudad secreta de Amusnor.

Ante mi gesto de asombro, rematado por la fatiga y el hambre, Borges añadió:

―Mire usted. Me parece un poco raro que de toda la gente que trabaja en la biblioteca me hayan elegido a mí para desempeñar este cargo. Muchas otras personas más cualificadas que yo podrían ejecutar este trabajo: el Minotauro, por ejemplo, tiene amplia experiencia. O Joyce; también está acostumbrado a deambular entre laberintos. ¿Yo? Sólo los venero, me fascinan, me cautivan. Pero jamás trabajé en uno. Ahora le ruego que me acompañe. Tengo que rellenar algo de papeleo y asignarle un puesto en el muro. Elegiremos la inscripción ante la que se detuvo ¿de acuerdo?

Seguí los pasos del viejo Borges más allá de la puerta rota de madera, internándome en la ciudad secreta de Amusnor de nuevo.

―Como comprobará, el trabajo no está mal. Un poco solitario, pero de vez en cuando llega algún peregrino como usted que ameniza las horas muertas. Ahora, si me permite, comencemos a rellenar formularios.
 

[1] Cuentos y leyendas de los indios Sioux. Wyoming (1956). Existe una copia en la biblioteca de la Universidad de Yale que varía el relato. Habla de un pozo sin fin cavado en el suelo donde se ve, con luna llena el mundo desde arriba.


Iván Fernández Frías: Nací en Santander (España) en 1985 y me vine a Madrid para estudiar. Licenciado en Filosofía en la Universidad Complutense; actualmente estoy escribiendo mi tesis doctoral sobre la filosofía de Spinoza y el Idealismo Alemán, bajo la tutela del profesor José Luis Villacañas Berlanga, en la misma U.C.M. Escribo desde siempre, y mi interés literario está influenciado por la literatura clásica de Alemania y el Sturm und Drang: Goethe, Schiller, Klopstock, Novalis …

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