Turista Accidental: Perder Ciudades | Juan Carlos Vicente, España

Para Roger, viajar, era equivalente a perder una ciudad tras otra. Amanecía en París y se dormía en Berlín, desayunaba en Roma y cenaba en Nueva York. Perdía una ciudad tras otra, sentía como se le escapaban de las manos, como se volvían pequeñas y borrosas desde la ventanilla del avión.

Atrás quedaban los primeros años, cuando viajar era algo parecido a descubrir, cuando su trabajo de traductor le reportaba algún que otro éxito y reconocimiento. Con los años, y con los viajes, su vida se había convertido en una sucesión absurda de aeropuertos, estaciones de tren y taxis. Se había instalado en la rutina, y la falta de pasión por traducir a algún empresario de alta alcurnia, era cada día un obstáculo mayor entre el mundo real y el propio. De todos modos, a su edad (ya rondaba los cincuenta), no iba a cambiar de trabajo, no iba a salir corriendo detrás de un caballo que pudiese ganar una carrera. No, había decidido esperar, tomarse las cosas con calma, seguir con sus pensamientos y sus divagaciones sobre las personas que se cruzaban en su camino, sobre los productos de las tiendas duty-free y sobre cualquier cosa que le supusiese una distracción a su gris existencia.

Estaba en la sala de pantallas cuando su mujer le llamó por teléfono. Pensó en no contestar, pero luego decidió que si no lo hacía, probablemente sería peor, subiría a su avión, apagaría el móvil, y diez horas después, tendría unas veinte llamadas y mensajes que irían variando el tono desde la preocupación a la sospecha, para terminar en la amenaza y la conjetura. Habló con ella unos minutos, como para asegurarla de que se mantenía en el redil, y luego colgó. Miró de nuevo las pantallas donde aparecían las horas de llegada de los vuelos y vio que el suyo llegaba con más de dos horas de retraso. Estaba en ninguna parte, pero aunque hubiera estado en otra ciudad cualquiera, daría exactamente igual.

Miró su pequeña maleta, las filas de asientos con gente casi tumbada, esperando, matando el tiempo, observó las expresiones bobaliconas de algunos, las piernas cruzándose y estirándose por el cansancio, los
niños llorando, comiendo, corriendo por los pasillos que había entre una fila y otra. Miró como si fuera algo que viera por primera vez, con ojos nuevos, casi incrédulos. ¿Cuántas horas de su vida perdía en situaciones como esa? Situaciones en las que solo queda el aburrimiento, en las que no hay nada que hacer salvo esperar en una ciudad extraña, esperar que comience otro viaje, y con este, otra nueva espera en un lugar lleno y a la vez solitario. Esperar en una tierra que no valdría ni para sepultar una estúpida caja de madera.
El retraso en realidad ni siquiera era un contratiempo. Cuando llegase a su destino no tendría ninguna ocupación pendiente hasta unas horas después de su llegada. Se registraría en el hotel como tantas otras veces, como un rostro anónimo más. Luego iría a comer o descansar, ni siquiera se fijaría en los edificios aunque fuera mirando por la ventanilla del taxi que le llevara.  Todo pasaría de corrido ante sus ojos como una exhalación, edificios, esculturas, coches, camiones, personas. Nada llamaría su atención más allá de la mera observación. Ajeno a las vidas de los que respiran a su alrededor, ajeno a sus problemas, a sus logros y a todo lo que suponga movimiento. Mañana no recordará nada de ello, mañana estará en cualquier otra ciudad lejos de la anterior y lejos de la siguiente.

Decidió ir a tomar una copa. Le gustaba beber antes de volar, le ayudaba a sentirse parte del decorado, le ayudaba a sentirse humano. Mientras pedía un whisky recordó el bar de aquel aeropuerto, en Miami, haciendo escala para ir a Uruguay, un bar como otro cualquiera de los que hay en los aeropuertos, un bar con unas pocas mesas y comida precocinada, con gente de cualquier parte del mundo. Un bar en el que hace años conoció a su mujer. En esa época era un hombre diferente, aún no se había hecho añicos contra el mundo. Ella volvía a España después de dos años trabajando en Miami, él iba a Uruguay como intérprete de un empresario londinense. Bastó una hora de conversación para enamorarse y hacer la promesa de encontrarse en Barcelona. El resto era una historia bastante normal. Tuvieron dos hijos y ahora trataban de soportarse tanto en la distancia como en el dormitorio. Cuando los hijos se fueron se quedaron solos. La casa parecía un lugar inhóspito, frío, pero cuando estaba en otro país y esperaba que un empresario se acercase a su oído para preguntarle que dónde estaban los baños, no era mucho mejor. Se sentía como un extranjero allá donde estuviese, no importaba que hubiera diez mil kilómetros de por medio, la sensación era la misma. No importaba que fuese su habitación, la cocina, el salón comedor, no encontraba su sitio. La sensación de desarraigo era tan terrible a veces, que deseaba estar muerto con tal de sentirse parte de algún lugar.

Mientras tomaba su copa y jugaba al recuerdo con sus propias fantasías, a su lado se sentó una chica de unos veintipocos años. La chica pidió una cerveza y sacó de su bolso un teléfono móvil. Empezó a teclear casi con furia, cuando acabó, dio un largo trago a su cerveza y cruzó, levemente, la mirada con Roger. Iba vestida con unos vaqueros ajustados y una camisa entallada, botas altas y una bolsa de viaje completaban su atuendo. Una chica normal, pensó Roger, guapa, pero totalmente normal. La chica volvió a mirar de reojo a Roger que estaba pidiendo otra copa. Pensó, que tal vez había algo que hacer, no es que fuese lo habitual, pero a veces pasaba. Arrimó su taburete un poco al de ella, y la saludó con un escueto “hola”. La chica respondió del mismo modo, solo que a continuación, añadió un lapidario “ya me iba”. Roger se quedó en su asiento viendo como la chica recogía su bolso y cruzaba la puerta del bar sin tan siquiera girarse. Estaba tan acostumbrado a sentirse invisible, que el modo en que ella le rechazó, le pareció sumamente agradable e incluso sexual.

Pagó sus dos copas y se dirigió a los baños del aeropuerto. Después de tantos años viajando y aún seguía poniéndose nervioso antes de volar. Cuando salió del baño se cruzó con la chica del bar. Esta vez fue Roger el que la miró descaradamente. La chica aceleró el paso y volvió a desaparecer. Pensó que no era su día de suerte, aunque si hacía un poco de memoria, en ese sentido había tenido pocos días de suerte, poca suerte, en general.

Se sentó junto a las demás personas en la sala de espera. Observó cuidadosamente los gestos de cada uno. Gestos nerviosos, inquietos, miradas al reloj de la muñeca, al del móvil, al que presidía la sala en lo alto. El tiempo podía ser una cárcel de la que era imposible escapar. Una cárcel que tiene su sitio en cualquier país del mundo, en cualquier estación del año, basta con que tengas que detenerte a esperar, entonces estarás perdido, no podrás hacer absolutamente nada. Pensó en que no conocía a nadie y seguramente, debido a lo mucho que viajaba a causa de su trabajo, habría coincidido con más de uno en otros aeropuertos, podría haber entablado conversación con al menos un centenar de ellos, pero nunca lo hizo. Que se encontrasen varias veces a lo largo de su vida y no hubiese ningún vínculo, era un accidente del destino. Perdían una ciudad en cada viaje, malgastaban unas cuantas horas de su vida en cada espera, cada terminal de aeropuerto les arrebata un poquito de su existencia. Lo más lógico sería que esas esperas obligadas y repetidas una vez tras otra, les ofreciesen al menos la posibilidad de conocerse mutuamente. Esa era al menos la idea del Karma, la balanza debe igualarse por fuerza cósmica, hay que mantener el equilibrio del Universo de alguna forma. Pero no, eso no sucedía, estaban condenados a convertirse en extraños que esperan una nueva ciudad que más adelante perderán sin remedio. Miró el reloj, casi era la hora de llegada de su vuelo, por lo se puso en pie, y tras echar una última mirada a la sala, comenzó a andar arrastrando su maleta. Como otras veces, en esos metros hasta la puerta de embarque pensó que ya era hora de cambiar de vida. Había llegado el momento de dejar de esperar. No podía seguir perdiendo una ciudad tras otra sin que le importase lo más mínimo. Tenía una mujer, una casa, una vida que le esperaba. Era el momento adecuado.

Luego se giró y allí los vio a todos. Esperando. Turistas de la gran nada.


Juan Carlos Vicente (Madrid,1976) escritor y poeta. Actualmente publicando en el blog MATAHORAS textos de distintos estilos y temáticas. Ganador del tercer premio SER STEVENSON de relato corto, con publicación de libro recopilatorio de los relatos ganadores. En el mes de abril se presentó en la Feria del libro de Sevilla el libro Poesía amatoria, en el que está incluido su poema “La piel y la tormenta”.

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