LOS ANTEOJOS EN EL SUELO


En esta calle no circula siquiera un alma extraviada. La luz de la mañana cae desde la cima de los edificios para iluminar la acera y la vereda de esta larga e interminable calle, como una infinita calle sin salida.
Un árbol, como todos los árboles que se quedaron dormidos sobre la vereda, yace en medio de un pedazo cuadrado de tierra en medio del cemento. Sobre el pedazo de tierra, una reja. Es un árbol encarcelado más.
En la vereda bajo el árbol, los rectángulos se ordenaron en fila por la cuadra, para recibir a la gente que desciende de los edificios en algún momento del día. Nadie ha venido hoy, y allí 5 centímetros antes del próximo trozo de cemento, unos vidrios ópticos se sostienen en un marco color azul de marca. Yacen graciosamente abiertos, caídos accidentalmente.
Si camina alguien rápidamente por esta vereda, puede que no llegue a verlos allí, que los pise, y que al girar a ver, ni siquiera pueda ver (darse cuenta) qué fue lo que pasó bajo sus pies. Es lógico que ocurra eso en esta calle que en un día normal puede llegar a ser una vorágine. Pero si por casualidad se llegara a caminar lentamente, como esperando no llegar a la siguiente cuadra, y se ha bebido un café cargado sin azúcar (porque el endulzante hace mal), puede que, aun con esta tenue luz y la somnolencia, uno se percate de lo que hay en el suelo. Sería una rara y afortunada ocasión.
Hoy no saldrá nadie por esas porterías, como si todos se hubieran esfumado. Tampoco hay ninguna cara que se asome por la ventana a mirar por entremedio de las cortinas, por lo menos no lo harán cuando es necesario.
Continuando con los anteojos azules (hay que decir que nos interesan) que estaban en el borde del bloque rectangular de cemento, cerca del próximo bloque rectangular. Si tuviéramos como verlos de cerca, muy cerca, así como un microlente enfocaría una flor a contraluz, podríamos ver en el lente izquierdo (mirando desde atrás como poniéndoselos), que hay unas pequeñas gotas rojas. Son pequeñas, por eso ninguna de ellas ha empezado a caer dejando la huella de su curso a través del lente, atraídas por la gravedad. No, están intactas. Hasta se podría decir que dichas gotas no son precisamente rojas, sino púrpuras.
Sólo una vez que los has visto, te puedes preguntar: qué harán en esta calle tiradas, y con algo que parece sangre. Sólo cuando te has hecho la pregunta es que dejas de enfocarte en lo pequeño, en las gafas en el suelo, en la vereda o árbol junto a la vereda. Entonces, puede que no te interese saberlo y que sigas tu camino pero si por casualidad el que las encuentra es dado a hacerse preguntas de vez en cuando y por supuesto tratar de responderlas, es que puede reflexionar en su interior con sus preguntas y dar el paso siguiente.
Primero, sus ojos irían hacia arriba como buscando ideas. Luego, los ojos van hacia la izquierda de su memoria buscando en el pasado, en alguna experiencia. Si se continúa sin encontrar pistas, la mirada va hacia el exterior. Hacia delante, en diagonal, al frente. Sí, allí, al frente.
Puede que por un momento no lo vea, pero al mantener la vista, allí está y la mente se hace una idea. Un hombre en el suelo, la calle vacía, los lentes, tú en la vereda del frente sosteniendo los lentes, que no está mal decir ahora que tienen sangre.
Puedes ir en busca de auxilio, o puedes acercarte (como ocurre generalmente) a esa persona, tirada sobre bolsas de basura, por dónde los perros hurgaron durante la noche oscura. Cruzas, mirando a cada lado por si viene un auto, caminas rápidamente, te acercas... podrías intentar sentir su respiración, pero primero le miras la ropa, la posición en que yace, le buscas una herida con sangre, o te fijas si respira.
El cuerpo no respira. El caminante inesperado, siente que su propia sangre sube a su cabeza, que la cara arde. Incrédulo y en una acción inconciente se pone los lentes que encontró en el suelo. Y así, repentinamente un flash, un intenso dolor en cada parte de su cuerpo, la luz que por fin lo ilumina todo, el ruido que estaba ausente. Como si hubiera perdido el conocimiento, es su propio cuerpo el que se remece y se descubre tirado entre bolsas de basura, adolorido; él, quien hace un segundo estaba de pie.
Se pone de pie sosteniéndose de las paredes. Ajusta sus lentes y descubre gotas de sangre en ellos. Se los quita para limpiarlos y luego se toca la frente en la herida abierta. Ahora se mira los dedos y descubre su sangre. Camina lentamente. La cortina metálica de un local se sube. Cuando se acerca, alguien brota desde dentro y se paraliza cuando lo ve. El herido lo único que atina a decir, con un sentimiento que le brota desde el alma como una verdad máxima: ¡¡Nunca más tomo!!

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