Cuando me miro en el espejo veo mi espalda... y en ella, un puñal.

Aquella mañana me desperté con el pie izquierdo. Era mi cumpleaños y no tenía ganas de celebrarlo, de pasar por este cambio de número, de recibir saludos de quienes nunca me saludan, de dar abrazos a quienes sólo esperaría dar puñaladas.
Evadiendo llegar al trabajo tomé la ruta más larga, me perdí entre calles iluminadas por las nubes plateadas, dónde ninguna puerta o ventana está abierta ni nadie parece habitarlas. Decidí fugarme por calles desconocidas, no me importó nada, sólo quería salir del mundo pero no quería sufrir en el intento. A lo lejos, el cartel de un café se enfrenta a mí, como recién aparecido, negro con letras blancas que no decían nada. Me detengo frente a él, me señala la puerta frente a él. Pongo la mano en la manilla, mientras miro por la ventana hacia dentro, el lugar está vacío.
Entro, y al poner un pie en la alfombra suena una campanilla en la puerta. Digo algo, no recuerdo qué, pero nadie viene. Me quedo paralizado en medio de mesas con con frascos de azucar vacíos y servilletas. Siento el sudor en mi cara, la sensación de fatiga. Una puerta me dice que es el baño, me dirijo hacia ella, me meto, cierro la puerta, me quedo a oscuras. En la oscuridad tanteo la pared con la mano en busca de un interruptor.
La luz se enciende y me encuentro frente a frente con un hombre vestido de negro con un bombín en su cabeza, sobre su rostro una granada verde. No tengo certeza de que sea una granada. No sé qué decir o hacer, él tan sólo está allí; no sé si es alguien verdadero o una ilusión. Creo que él está mirándome por una ventana, pues percibo la brisa del mar que está a su espalda. El hombre no me mira, no me habla, no se mueve.
Tanto silencio me pone más nervioso, tengo que salir, pero mi cuerpo no me obedece. Intento abrir la puerta, y ésta me responde de de golpe. Se azota cuando salgo, y alguien -talvez el dueño- aparece. 'No ya no quiero nada', salgo de allí. Tan sólo pienso en el hombre. A quién se le ocurre usar una granada de antifaz.
Una fatiga me perfora el estómago. Corro. Está la calle vacía frente a mí, y nadie ha parecido revivir allí, nisiquiera el sonido. Lejos, al fondo, mucho más allá creo ver gente, pero tal vez me equivoque y sea un recuerdo de calles y gente que conocí alguna vez. Sigo corriendo, corro más, más, pero como en los sueños la calle con gente se va alejando por más saltos que doy. Doy una pisada en el aire, pierdo la fuerza, el suelo me atrae con su gravedad. Siento la frialdad del cemento en mis dientes, siento el dolor como una flecha que me atraviesa la cabeza.cuando despierto está oscuro, quiero volver a casa, me sostengo de las paredes para volver a caminar. Recuerdo dónde vivo, y camino nuevamente a través de la noche. Reconozco la portería con su tenue luz amarilla y un portero que nunca está pero se siente. Subo un ascensor, presiono el 9. El ascensor parece subir en vez de bajar y se toma su tiempo de ascensor antiguo para subir cada piso. Al salir de él, el pasillo está en penumbras. Camino lentamente creo que siento sangre en mi boca.
Pongo la llave en la puerta, pero no logro que gire. El llavero tiene muchas llaves iguales, escojo una al azar y por fin gira. Pongo el pie dentro. Aseguro la puerta con 3 pestillos. Voy al baño para lavarme la cara. Enciendo la luz, me miro el espejo y... ¡horror!
En el espejo tan sólo veo la espalda de un hombre.

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